La foto de los galpones sin techo, donde se guardaban las
locomotoras.
Fotografía de la remota época donde el humo, las neblinas y los
tonos de gris en las películas se llevaban de la mano. Como su padre que
lo llevaba de la mano con el cigarrillo colgando de la boca, mientras se tomaba
un descanso de su mundo de trabajo donde casi todo era un “hacer” concreto.
Entonces el hombre volvió a ver otras fotos de su padre, el
cigarrillo colgante, esa fuerza de lucha que parecía imposible de doblegar aún
por el tiempo, ese gigante. En ese día que era el del cumpleaños de su padre
siguió pensando en esa época de la sociedad del humo, donde en las fábricas se
trabajaba. Donde el trabajo era tan visible como el hollín en la ropa de los
trabajadores. Usando esa vaga excusa para seguir con su mente apresada por la
feroz melancolía, el hombre se subió al tren con destino a José Ramón Sojo.
Sentía la vocación del paleontólogo que quiere reconstruir al dinosaurio a
partir de unos huesos enterrados. Quiso entonces imaginar al ferrocarril y
quizás al mundo de su padre y de muchos hombres como su padre, desde ese
edificio que en la foto son paredes sin techo, con cardos y pastos crecidos en
su interior donde antes descansaban las bestias negras de panza de fuego que
vio pasar en su infancia.
Como cualquier otro, el hombre teme a la frustración y más aún al
desencanto. Teme que ni siquiera eso exista, que la ceremonia inconsciente que
lo motiva ni siquiera pueda concretarse. Arrastra demasiados caminos
equivocados, y una edad en que la ilusión ya no lo lleva, como acaso antes
ocurrió, todos los días a deseos posibles.
Él sabe que los días de lluvia son sus días libres, para viajar o
para intentar alguna aventura como la de aquel día, visitar un galpón
abandonado en un lugar donde años antes de la vuelta del tren sólo había
campos, "población rural dispersa" según leyó en el último censo.
Al menos, aunque no lograse realizar su trabajo de resucitador de
pasados fabriles, si la tormenta no amainaba, el hombre esperaba al menos
encontrar un bar en la estación para hacer notas en su cuaderno de andanzas.
El tren y el viaje son un modo de suspender algo y entregarse al
azar del destino.
Hay cosas muy locas, piensa, mientras anota en su cuaderno la
pintada que ve al bajar del tren con mirada de recién llegado:
"No dejes que tu vida la maneje un robot:
Karel Čapek"
Decidió bajar del tren, a pesar de la decepción de hallar un andén
devastado por una vejez que no distorsionaba ni la cortina de lluvia de esa
tarde de abril. Con lentitud el hombre siguió caminando bajo la lluvia en un
sendero asediado por el barro y el pastizal.
“Estos tipos al menos podrían haber construido una vereda desde la
estación”, pensó, “o quizás es a propósito, no les interesa”
Pensó que si hubiera sabido que estaría caminando bajo la lluvia,
solo, en un sendero donde iba embarrando los zapatos, si lo hubiese sabido de
antemano, quizás hubiera seguido arriba del tren hasta un pueblo amable, que al
menos tuviera un bar para tomar un café protegido de la lluvia, y donde pudiese
intentar escribir algún título (al hombre sólo le salen títulos, los escritos
nunca los logra)
Al final del sendero hay una edificación. Hay un portal de entrada
con grandes carteles, y una garita donde una especie de portero o vigilante le
hace señas de que pase, que vaya hacia el interior, que las visitas son
bienvenidas.
Ojalá fuera un museo ferroviario, se dice el hombre, pero es un
templo de alguna forma de esas modernas religiones que intentan reemplazar a
las antiguas.
Hay una consigna que se lee a poco de entrar, en un cartel que se
prende y apaga en múltiples lucecitas de colores como las de los bingos:
"NUESTRO DIOS NO CASTIGA, SÓLO LIBERA"
Y más abajo, en letras luminosas algo más pequeñas: "Todos son
bienvenidos"
En la gran nave silenciosa ve un pastor electrónico parado
detrás de un atril, con un dispositivo para comenzar en el momento justo en que
ingresen fieles. El buen robot de aspecto humanoide comenzó a darle palabras de
bienvenida al percibir su presencia. El hombre no quiso oírlo y se hubiese ido
en ese momento, si no fuera por la curiosidad de observar que hay filas de
bancos provistos con anteojos de realidad virtual para cada fiel que se siente
allí. Frente a la línea de bancos también se despliegan tableros verticales con
botones que dan opciones para elegir diferentes tipos de sermón del robot pastor:
La misión universal del señor.
Sanación angelical.
Oraciones a los 7 arcángeles.
(Y otros a los que el hombre elige negarles el acento de una
mirada)
En un lateral, por encima de ornamentos e imágenes sagradas hay un
cartel que advierte: absolutamente prohibido fumar en el interior del templo.
Ahora si siente, sin tener claro un por qué, cómo se derrumba
en su interior la edad del humo. Siente de súbito cómo caen las chimeneas,
desaparece el hollín, se precipita el cigarrillo colgado de la comisura de la
boca de su padre mientras no para de trabajar. Es el fin de este lugar que
nunca más tendrá vaporeras. El símbolo que anuncia la muerte de la época en que
el hombre nació y creció.
**
Lo único humano era el portero de la entrada grande que saludaba en
su garita, y ese hombre está tan solo, que por hablar un poco y sin que le
pregunte, dice que un pastor emprendedor
construyó el templo con dinero llegado desde otro país. Los fieles vienen de
todas partes y a cualquier hora, pero
hay horarios de reuniones que usted puede ver en la tablet. El portero despliega en su ordenador portátil
la grilla de horarios y descripción de eventos, entre los que el hombre puede
leer:
-Reunión de casos imposibles: Todos los sábados a
las 18 horas.
Ahora el hombre puede levantar la mirada. Terminar de aceptar lo
que leyó en el gran cartel del pórtico de entrada a la nave del antiguo galpón
de locomotoras devenido en iglesia robótica: "Pare
de sufrir en José Ramón Sojo"
*De Eduardo Francisco Coiro.
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