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UNA MARCA DE ALAMBRE DE PÚA EN LA OSCURIDAD

 


 

*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Si algunas cosas,

aún,

pueden hallarse

escondidas debajo de las piedras,

las hojas en hilos atravesadas por el tiempo,

bichitos de colores,

las plumas abandonadas por los pájaros,

esas cosas,

esas pequeñas cosas

que se toman en la mano y que se miran

con una devoción antigua,

con la fe de la mujer oscura que alguna vez

bailó bajo la luna

lejos de la tribu

para ser feliz.

Si esas cosas,

esos tesoros blandos

como la luz

que duerme en la piel de las luciérnagas,

aún andan sueltos por el mundo,

habrá que cederse al asombro.

Y esperar.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

-Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires.

Actualmente vive en City Bell.

-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016).

Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).

El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).

MADURA, Editorial Sudestada (2021)

-Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.

Halley ediciones (2022)

Patio.  elandamio ediciones. 2023

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PICA-PAO*

 

El pájaro carpintero es al principio un ruido. Alguien que llama a la puerta, que tamborilea nerviosamente los dedos sobre una mesa. Un ritmo sin cronómetro, marcado el compás por durezas cambiantes en las ramas o la lenta putrefacción de una corteza, por la medida del estupor de una larva que crece en la húmeda oscuridad y de pronto es arrancada en alarma y grito silencioso.

Las series de golpes secos son desiguales, aunque por más o por menos calculo que se mueven alrededor del cinco. Luego silencio, luego otra vez el código morse pero más allá y ahora desde otro árbol.

Lo veo, ahora se me pierde en la sombra de las hojas, ahora de nuevo lo puedo aislar de los tonos pardos que lo circundan.

Este no es el famoso pájaro loco de los dibujos animados. Menos espectacular en su colorido, es una avecilla amarronada que se aferra verticalmente a los troncos. Lo confundiría con un gorrión si no fuese por la postura vertical y la actitud enérgica de golpeteo. La cabecita como un martillo, una y otra vez golpeando firmemente, compactamente.

Me viene a la memoria el nombre “pica-pao” y no sé por qué. Lo habrán dicho en alguna película portuguesa, aunque se me confunden resonancias de Marcello Mastroianni, de una escultura de madera que se llamaba “Pedro-pao” y toda una recua de bueyes nubosos se derraman por mi pobre memoria tornando todo difuso y blancuzco.

Me gusta el nombre “pica-pao”. Su ocupación de picar la madera lo define mejor que endosarle el nombre de pájaro carpintero. Pájaro carpintero me remite a clavos, martillos, la trabajosa confección de unos muebles, al tío Polo lijando los tablones al sólo pasar sobre ellos su mano basta. Era pasar los dedos, y el aserrín se desprendía en un polvo impalpable bajo sus yemas sin huellas digitales, perdidas las huellas por el contacto abrasivo y continuo de la madera en sus tareas de carpintero. El tío Polo digo, y vienen desde el pasado las bolillas amarillentas del árbol paraíso, arrugadas como una piel largamente sumergida, el árbol seguramente seco desde hace siglos, desarraigado y extinto, pero glorioso en este momento que resurge al lado de una tapia sin revocar.

Digo tío Polo y llega desde la nada, desde el tiempo que desaparece, un tambor de metal al que el tío llenaba de aserrín y viruta durante la semana, y al que daba fuego para maravilla de los ojos infantiles en la visita del fin de semana. Fin de semana, viaje en colectivo, la carpintería con su piecita y su cama de barrotes de hierro, la máquina de afilar a pedales, magnífica bicicleta fija con la piedra girando y girando como un planeta chato y elusivo. Máquinas amenazadoras, sierras, tablones para armar pasarelas y hacer equilibrio sobre piernas cortas y zapatitos con botón a los costados.

El olor de la madera, el olor de la cola de carpintero que alguna vez me ataca y me devuelve a esa carpintería, a esos techos de chapa y esas arañas armando universos de hilo diáfano en las esquinas.

El toc-toc-toc del pica-pao me trae de vuelta a la quinta, y apenas me queda un segundo para hacer un inútil gesto de saludo antes de que un tío Polo de camisa rayada se pierda en el aire de la mañana.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA ALMOHADA*

 

En mi almohada hay un tigre.

Me lava la cabeza con su aliento de fósforo,

me cuenta la selva en el oído, el matorral

donde acechan las voces del terror o el susurro, el

arte del sigilo que apaga el gemir

de las hojas secas.

En mi almohada hay un tigre.

El resplandor donde los ciegos tambalean.

La sangre de la luz que envidia el fuego.

Si duerme –raras noches-

lo hace con la cola enroscada en mi cuello

como un látigo que espera.

Si está alerta –tantas noches-

me habla. Me dice: Escribe,

con el asombro del color que soy

con el hambre de las entrañas que soy

con el brillo de oscuridad de la mirada que soy.

En mi almohada hay un tigre.

Todo tigre es un poema feroz.

 

*De Eugenio Mandrini.

 (1936-2021)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

APUNTES DE HOY POR LA TARDE*

 

Esta tarde fue tan bella, tan de la estación intermedia, que es decir esa estación en que el tiempo se decide a no tomar decisiones, se deja flotar en una calidez fresca, en ese difuminarse entre las violencias del invierno y el verano. Me preguntaba yo sí habría que temer a los abrigos o si las blusas etéreas deberían ser lavadas de encierro y olores a ropa en espera. ¿Es esto el otoño, es la primavera la que anuncia dulzuras y fruta madura?

Los aromas y las flores niegan las hojas crujiendo en las veredas, el cielo glorioso se deshace en iluminación barroca, y las iglesias de pico agudo fingen piedra amarilla contra el rosado y el profundo azul que estruja el alma. Mientras, seguimos caminando ajenos a la maravilla.

Caminamos como si diésemos todo por supuesto. Como si el tiempo fuese eternidad, como si la vida hubiese hecho una promesa inquebrantable a nuestros corazones.

Pobres seres fugaces, carne y sangre y huesos. Perros y palomas y gorriones codiciosos, y gente ocupada en cosas pequeñas. Dentro de las cabezas las telarañas, la cuenta de la luz, el llamado o el dolor o el amor o el hambre, todo tan efímero en definitiva, mientras el mundo incognoscible nos rodea sin ser visto.

Tan hermosa la tarde, tan inmensa. Rodeados estamos de magnificencia que no nos pertenece, sobre la que nada tenemos que argumentar y que nos es incontrolable. No hace falta un mar. Basta el cielo sobre las cabezas para que el infinito nos revele los ciclos y la muerte sin amenaza, acaso como parte del paisaje.

Todos nosotros, los que aquí hemos caminado en esta tarde, desapareceremos. Pero hoy estuvimos en el mundo por un momento, y el mundo fue hermoso y digno. Basta verlo.

Las palomitas seguirán buscando la rama delgada que se caerá del nido tan mal hecho, el perro se lamerá la pata morosamente, sintiendo en la lengua el familiar sabor de su pelaje, yo no notaré el reloj en la muñeca, todos tan íntimamente convencidos de ser quienes somos. Tan familiarizados con lo propio que es sorprendentemente diverso e intransferible.

A nuestro alrededor, el cielo común a todos. La vida mientras dure, esta particular mano en que la baraja se desgrana. Y yo soy yo, y sé que ser yo no significa más que un albur, un instante del todo o de la nada, quién lo sabe.

Mientras tanto, la luz se ha retirado hasta mañana.


*De Mónica Russomanno russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CERCOS*

 

No pregunto por las glorias ni las nieves, quiero saber dónde se van juntando las golondrinas muertas

Julio Cortázar

 

El cerco que cierra el terreno por el sur tiene un tejido romboidal, viejo y oxidado que en parte está como injertado en las antiguas plantas de moras, las acacias y hasta un antiquísimo siempreverde. Luego hay una parte bastante importante que forma una hilera de tuyas que plantó mi hermano en la década del ochenta. Después vienen esos pocos árboles que crecieron solos y en el rincón empieza el tunal que plantó mi madre enterrando tres o cuatro pencas. Este tunal era uno de sus orgullos y un placer para su paladar, ya que las tunas –junto al melón y las uvas- eran su fruta preferida.

Mi madre, tal vez por su herencia de inmigrante, todo lo comía con pan.

Hasta la fruta más modesta, de toda la variedad que hubo siempre en mi casa, eran plantadas por mi padre y a las que él no hacía demasiado honor, salvo los citrus. Hasta los limones eran plantados por sus grandes manos y comidos como la más inocente mandarina. Tenía sobre su mesa de luz un libro sobre el limón donde el autor sostenía que comiendo un limón por día se podían prevenir ciento setenta enfermedades. Ese libro trasegó mi infancia, junto a otros sobre el ajo y la cebolla.

El del limón lo encontré en una mesa de saldos en Buenos Aires y lo compré de puro nostalgioso.

Del otro lado de ese cerco, en mi infancia empezaba el campo. Allí reinaban los zapallares y el maizal de don Clemente Gerlo. Dos veces por años entraba con su pequeño arado de mansera y enganchado de su mansa yegua Chicha, roturaba pacientemente esa hectárea que habría comprado no sin poco sacrificio. Hoy está casi todo construido allí, luego de que pasara la ruta y abrieran esa calle –la Nicolás Avellaneda-, salvo el yuyal que nace luego del tejido y que es el único que no tiene construcción y está cercado por una hilera de acacias espinudas plantadas, no sé por quién.

Ese terreno en épocas del viejo Gerlo me proveía de ejércitos de pájaros para mis tramperas. Con sólo colocarlas estratégicamente en algunos postes que sostenía el tejido bastaba. Sólo tenía que traspasar a una jaula más grande los que iban cayendo influidos por el canto armonioso del llamador, un misto de hermoso plumaje que pereció bajo los picotazos de un gorrión quien al verse entrampado rompió un alambrecito y metió el pico por ese hueco y le dio un estiletazo fatal al pescuezo de mi pájaro preferido. No pude controlar mi furia y descabecé al gorrión asesino. Tal vez hacía horas que había caído y al verse enjaulado no habrá resistido esa desesperación. Después vino la culpa y no puse más las tramperas, pero usé dos postes para dejar atados los barriletes mientras hacía los mandados, hasta que un día al volver de uno de ellos encontré mi preferido caído en el cañaveral de don Eufrasio Campos.

En el invierno, don Clemente Gerlo, luego de juntar el maíz, quemaba el rastrojo. Se levantaba a la madrugada y con un palo al que adosaba un trapo empapado en kerosén iniciaba su tarea. Iba minuciosamente apoyando la llama en las plantas sin espigas hasta que, primero con timidez, luego casi en llamarada, se comenzaba a propagar. Eran como pequeñas estrellas cayendo sobre el ocre de las plantas hasta que buscaban el cielo y como allí las estrellas siempre estuvieron muy bajas era, por un rato, una luz que amenazaba con quemar esa luna fúlgida de plata helada.

Del rastrojo de don Gerlo alguna vez sacamos chalas para las fogatas de San Pedro y San Pablo, cuya ceniza aprovechamos para cocinar unas batatas.

Y en ese cerco un atardecer vimos posarse una gran bandada de golondrinas tardías y también las vimos volar agujereando el cielo, erráticas primero, luego mejor orientadas hasta que se perdieron en el azul casi perfecto que ya manchaba un poco el ocre prematuro del crepúsculo.

Las vimos cómo se fueron empequeñeciendo en lo alto a lo lejos hasta perderse para siempre de nosotros.

 

*De Jorge Isaías.

-A su memoria-

(Los Quirquinchos, 1946 – Rosario 2023)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SONIDO DE VACAS COMIENDO*

 

Salgo al camino. De un lado están las quintas cada una con su reja o su tapial, del otro un campo con animales.

Este es un campo cercado por alambres, pero no uno de esos campos inconmensurables de la Argentina ganadera. Este es un campito modesto cercano a las quintas, y su ración de vacas es bastante exigua, lo que se une a otra rareza que es el compartir el espacio con un puñado de ovejas.

Dentro del campo hay árboles; algunos pinos rodeados de piñas abandonadas, algunos álamos que arrojan ramitas para encender los fuegos de los asadores. Las chicharras ponen el crepitar auditivo al aire vibrante de calor del verano, las margaritas amarillas sonríen al sol y a las nubes blancas. Amarillo el sol y amarillas las flores, gusta el universo de los espejos y las repeticiones.

El camino es de arena. Un perro se me acerca moviendo la cola y le digo “qué tal sabalito”, porque su hocico chato me hace recordar al morro de los peces. Salvo el incesante chisporroteo de las chicharras en el oído, el sonido suave de la lengua de Sábalo en el pelaje áspero, mis propias pisadas, nada se distingue como sonido real en el ruidoso silencio de la tarde. No se oye nada, me digo, mientras estallan los insectos en su sinfonía y hace contrapunto el follaje de miles de hojas rozándose en las alturas.

Me distraigo con libélulas y mariposas, descubro trayectorias en las huellas de patitas de pájaro dibujadas en la arena. Pienso en nada, dejo de sentir lo externo y me pierdo dentro de mí.

Entonces escucho el ruido de las vacas comiendo. Arrancan el pasto con un tirón que corta y desarraiga. La lengua envuelve la mata de pasto y es el rasguido nítido que me sorprende.

Jamás había oído comer a las vacas. Las observo con atención y aguzo los oídos.

Primero un toro, después un ternero; algún animal suspende por un momento su confusa consciencia y centra su atención en mí. Alternativamente alguno se detiene en un escrutinio atento pero fugaz, y vuelve a la ocupación de comer mientras se desplaza lentamente de manchón verde crecido en manchón verde crecido. Me vigilan disimuladamente.

He visto vacas en la pantalla, las he visto desde un colectivo o un automóvil. Ahora estoy a pocos pasos, ahora las vacas me ven a mí, y no es lo mismo. Las veo, las escucho, miro las caras de ojos desorbitados que me devuelven la mirada. Las huelo, también. Siento que sin mirarme me vigilan.

Sabalito se rasca una oreja con la pata trasera. Me sigue cuando vuelvo a la quinta esperando que la reja no lo deje afuera, lejos de la cocina con su heladera mágica de donde provienen los alimentos.

Vuelvo a la quinta con el sonido vívido del ganado comiendo y yo, con mis ojos juntos en la cara plana, los ojos frontales que inquietan a los rumiantes. Yo, con mis extremidades con uñas y con mis dientes carnívoros. Yo, que respondo con bastante exactitud a la descripción de los depredadores o carroñeros, yo aliño la ensalada mientras me llega sabroso y acusador el aroma de la carne asada.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El hombre que nos enseñó a tener frío*

  

*Por Juan Forn

 

Horacio Quiroga adoraba a Martínez Estrada como a un hermano menor y le regaló una hectárea de su propia tierra en Misiones, para tentarlo de que fuera su vecino. La desmontó él mismo a machete limpio, le mandó por correo el título de propiedad y los planos de la casita de madera que podía construirle con sus manos. Hasta los muebles le ofrecía hacer (y eran famosamente cómodos los muebles que hacía Quiroga, con ayuda del mensú devenido carpintero Jacinto Escalera). Martínez Estrada tenía un trabajo de cuarta en el Correo Central y detestaba el ambiente literario de Buenos Aires, pero no se decidía a partir a Misiones, así que Quiroga apeló a un último recurso para convencer a su melómano amigo: le mandó un violín hecho en madera de timbó. “Era tan chato de pecho y espalda como el propio Quiroga, tenía un clavijero prehistórico, las efes labradas torpemente a gubia y emitía un sonido de gato en celo, mitad hipnótico y mitad horripilante.” Martínez Estrada entendió con el corazón estremecido que así sería la vida como vecino de Quiroga en Misiones, pero se libró de escribir esa carta cruel porque su amigo apareció por Buenos Aires.

Venía a hacerse ver por los médicos una molestia que no lo abandonaba. Era un cáncer terminal, pero no se animaban a decírselo. Lo tenían de residente en el Hospital de Clínicas con permiso ambulatorio, mientras le hacían creer que lo sometían a estudios y lo preparaban para una operación. Un día vagando por el sótano del hospital encontró un paciente llamado Batistessa. Lo tenían ahí escondido por su aspecto físico, causado por una neurofibromatosis conocida como elefantiasis. Quiroga exigió que Batistessa fuera sacado del sótano y trasladado a su habitación, y en las horas muertas le contaba historias de la selva. Un día Batistessa oyó hablar a los médicos y fue a decirle a Quiroga que la operación proyectada era una simple y dolorosa postergación de la muerte. Quiroga avisó que salía a caminar, fue a una ferretería a comprar cianuro, regresó al hospital, mezcló el polvo en un vaso con whisky y se lo tomó. “Se mató como una sirvienta”, dijo Lugones, que un año después se suicidaría de igual forma en el Tigre. “No se vive en la selva impunemente”, escribió Alfonsina Storni en un poema que le dedicó antes de suicidarse ella también, en los acantilados de Mar del Plata.

Ni Lugones, que había sido su maestro y protector, ni Alfonsina, que había sido su amante, acompañaron las cenizas del difunto al Uruguay. Borges, en cambio, que había dicho que Quiroga era “una superstición uruguaya, que escribía mal lo que Kipling escribió bien”, sí fue de la comitiva. Eran fechas de Carnaval y contó que el corso se interrumpía al paso del cortejo y que los niños pedían tocar la urna de madera de algarrobo en donde el escultor ruso Stepan Erzia había tallado la cara del difunto. A veces los opuestos coinciden: a Arlt le pasó algo parecido con Quiroga; él también lo había escarnecido; en una aguafuerte sobre la fundación de la SADE, creada para defender los derechos de los escritores, escribió: “La idea debe ser de Quiroga, hombre que gasta barba sefaradí y una catadura de falsificador de moneda que espanta”. Pero cuenta Onetti que, el día en que murió Quiroga, Arlt estaba sentado al fondo de una larga mesa, ignorando con fiereza los comentarios sobre el muerto, hasta que llegó su amigo Kostia y contó que tres días antes se había cruzado con Quiroga por la calle. Iba vestido como un clochard, la barba le devoraba más de la mitad de la cara, venía siguiendo desde el Parque Japonés a la última mujer que siguió por la calle, una beldad que cortaba la respiración. Era la famosa viuda de Gómez Carrillo, que por entonces noviaba con Saint-Exupéry. Kostia se lo estaba diciendo cuando el francés salió del Hotel Plaza al encuentro de su dama y la abrazó. Quiroga, contemplando la escena, murmuró: “Me hubiera gustado ser aviador”, y se fue, envuelto en su sobretodo con el pijama abajo en pleno enero, rumbo a su cama en el Hospital de Clínicas. Desde el fondo de la mesa, detrás del humo de su cigarrillo, se oyó la voz de Arlt: “He cambiado mi opinión de Quiroga”. No podía ser de otra manera. Quiroga había dicho: “Soy el primer infectado por Dostoievski en América del Sur”. Arlt fue el siguiente.

Como Arlt, Quiroga carecía de lo que algunos llaman tacto, otros hipocresía y otros relaciones públicas. A los veinte años partió de Montevideo a París vestido como un dandy, en camarote propio. Volvió tres meses después, en tercera clase, con los pantalones raídos y las solapas levantadas para que no se viera que no tenía cuello en la camisa. “¿Por qué escriben como españoles si son argentinos?”, le dijo en la cara a Larreta cuando llegó a Buenos Aires. “No soporto los gauchos de Carnaval”, le dijo a Lugones. Escandalizó a Manuel Gálvez con su Historia de un amor turbio, basada en su relación con Ana María Cires, la muchacha que se llevó a vivir a Misiones y le dio dos hijos y después se suicidó de manera atroz. A esos hijos los crió en el amor a la selva, dejándolos dormir solos arriba de un árbol o sentarse durante horas al borde de un precipicio, para horror de su madre. Cuando ella murió, volvió con esos hijos a Buenos Aires, vivió primero en un sótano de la calle Canning y después en un caserón en Vicente López, donde tenía un coatí llamado Tutankamón, un búho llamado Pitágoras y el yacaré Cleopatra, además de una enorme canoa aerodinámica que calafateaba infinitamente y que no parecía una embarcación, sino una criatura de las aguas.

Lo acusaban de escribir para asustar a la gente, de traer la selva a la ciudad, de arrimar la barbarie a la civilización. Cuando publicó su famoso decálogo del perfecto cuentista, Nalé Roxlo dijo que parecía el manual del maestro ciruela escrito por el Viejo Vizcacha. “Es un anarcoindividualista que se conforma con su propia libertad. No le importa que todos los hombres sean libres”, dijo Alvaro Yunque cuando lo invitó a la URSS y Quiroga le contestó que prefería volverse a la selva. Y eso hizo, con una segunda esposa treinta años más joven que él, que prefirió abandonarlo antes de enloquecer. Tampoco en la selva lo entendían: se burlaban del hermoso laberinto de bambúes que había hecho para su segunda esposa, con un jardín de orquídeas en el medio. Las cuadrillas que pasaban y lo veían deslomándose al sol le gritaban: “¿No tiene personal, patrón? ¡No le robe trabajo a los peones!”.

Supo adorar por igual a Tolstoi y a Dostoievski, a Jack London y a Thoreau, a Maupassant y a Baudelaire (“ebanistas capaces de sacar de un solo golpe de garlopa trece rizos de viruta”). Hablaba como si siempre tuviera fiebre y padeció frío hasta en la selva misionera. En la última carta a sus hijos les dijo: “Busco lo que casi nunca se encuentra. Soy capaz de romper un corazón por ver lo que tiene adentro, a trueque de matarme yo mismo sobre los restos de ese corazón”. Martínez Estrada escribió después de su muerte: “Con él aprendimos a contar en serio”, y si miramos la literatura argentina desde acá, no hay manera de no estar de acuerdo.

 

*Fuente: https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-262243-2014-12-19.html

 






 

 

FUGAZ RESPLANDOR

(NOS DEJA VER) *

 

en medio

del viejo sueño colectivo.

se mueven lentamente

las formas de lo creado:

La calle,

los días pesados,

las palabras que nos ponemos.

Todo se parece,

hormigas, las vacas pastando,

los peces,

pájaros

y nosotros

los que no dejamos de creer que somos

los dueños de todo.

      

*De Mónica Córdoba. monicacordoba80@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

*

 

La escritura es una marca de alambre de púa en la oscuridad, que así lastimada, produce una extraña clase de luz.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

POEMA DES-ANDADO*

 

En la Estación Central. Un hombre. Solo.

Llega y parte, buscando andenes.

Siempre está de regreso, aún de llegada.

En su mochila verde,

solo una golondrina,

un vértigo y una antigua foto

amarillenta, de un niño

y un caballo.

No, no está solo. Hay una convención de soledades.

Aquelarre.

Están todos.

Nadie falta a la cita.

El hombre ciego,

atenazado a un banco, pide.

Pide porque ha dado.

El niño con mocos escarchados

y ojos que nunca lloran.

¿Para qué hacerlo si no han de consolarlo?

La mujer que vende su fusión en tumbas solitarias

Boca de percal y pechos de magnolias.

Tampoco falta el viejo, alarife de soles

de puentes y andamios que casi no recuerda.

Al lado de una bolsa abandonada,

otra bolsa. Sin sexo.

Con un hálito de vida.

No conoce otra historia que la nada.

Y está la vieja.

Añorando las rejas del hospicio.

Meciéndose en una hamaca de

cantos y de tiempo.

Y el tren que llega,

andando y desandando

condenado a no tener raíz

a partir y a llegar.

El hombre trepa

en trasborde de sueños.

Avanza, siempre avanza

sin mirar hacia atrás.

Antes del viejo puente, al lado de un álamo

talado por un rayo, el tren para.

Y el hombre no lo piensa, solo salta

y vuelve al aquelarre.

Ellos están allí ¿adónde irían?

El hombre se arrodilla.

Les da la golondrina. Un apretón de manos

e inicia su regreso.

Ya no le teme al vértigo.

Desanda soledades.

Penetra lentamente, en la antigua foto amarillenta.

Allí lo esperan. El niño y el caballo.

El silencio y el miedo.

La raíz y la flor.

La vida y la palabra.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

-Próxima estación:

 

FRANCISCO A. BERRA.

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

ESTACIÓN GOYENECHE.   

 

GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.  

 

ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.   

 

J. R. MORENO.   

 

 EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.

 

 ARANA.

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

 

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