*Obra de Mónica Russomanno.
EL
VIEJO, EL ÁRBOL Y EL CUERVO BLANCO*
A seis kilómetros
del bloque de apartamentos
en donde resido
hay un cementerio
ya decrépito
y en él hay un árbol
que habla
según un anciano
que vive
en el complejo
desde hace treinta
y ocho años,
y conoce
todas las historias
de los que han muerto,
de los que
son fantasmas,
de quienes habitaban
estas tierras
antes de la llegada
de los europeos.
Mire ahí, señala él,
ahí masacraron
a un grupo
de mujeres y niños
de la tribu Mingo.
Y ahora, sus espíritus
rondan alrededor
del árbol más viejo,
cerca del arroyo,
y durante las noches
de luna nueva
se escuchan sus gritos,
junto a un cuervo blanco
que anida
en su frondosa copa.
El anciano asegura
que es el chamán
que se quedó en el árbol
y cuando la luna
muge, él grita.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
Espíritu de la plaza*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Esa tarde, yo había quedado en
entrevistarme con un entrenador de baloncesto. Faltaba poco para el inicio de
la temporada y aún no había sido comunicada de forma oficial la lista de
fichajes del club H. En el periódico me habían encargado un artículo referente
a las nuevas incorporaciones, por lo que, fiado en la amistad que me unía al
entrenador del equipo, supuse que sería el más indicado para proporcionarme tal
información o cuando menos algunos indicios que pudiesen conducirme en la mejor
dirección posible.
Puesto que el citado habitaba un piso en la
barriada donde transcurrieron las mejores horas de mi adolescencia, me las
arreglé para que nuestro encuentro tuviese lugar en los alrededores de su casa.
Hacía años que no visitaba el barrio.
Llegué a la plaza con más de media hora de antelación y me dispuse a esperar. Estudié cuidadosamente las circunstancias circundantes. Al otro lado de la fuente había dos o tres bancos repletos de madres que charlaban animadamente mientras sus retoños correteaban en torno aprovechando el breve período de libertad condicional que les brindaba la incesante verborrea de sus progenitoras. En la parte de acá, sólo dos bancos estaban ocupados por ancianos platicantes. Con todo, decidí ubicarme en la ancha baranda de piedra en la que solíamos sentarnos mis amigos y yo en las largas tardes veraniegas, invariablemente acompañados por botellas de cerveza recién adquiridas en la tienda de ultramarinos de la esquina y cigarrillos que también compartíamos a falta de otra cosa que hacer.
Allí, sumido en la grata contemplación de
la fuente central y arrullado por los innumerables trinos de la multitud de
pajarillos habitantes de las pobladas copas de los árboles que adornan la
plaza, me dejé llevar por los recuerdos. El aire escasamente contaminado
llenaba mis pulmones y gratificaba mi corazón enfermo. Las escenas del pasado
se sucedían lenta, plácidamente. Los rostros de los amigos de aquel tiempo, las
largas e inútiles y hoy olvidadas conversaciones en pos de un mundo mejor que
ya entonces sospechábamos irrealizable, los dorados muslos de las jovencitas
que algunas tardes nos acompañaban, la calma…
La calma, ¿Cómo fue que la perdimos para
siempre?
Pero las palabras entonces aún
pronunciables venían a mi mente como suaves olas de un riachuelo pirenaico. Las
canciones que inventamos, el viejo chucho que solía apalancarse a nuestros
pies, ya sea por la absoluta tranquilidad reinante en aquel pequeño remanso de
amistad o por cualquier otra causa que nunca nos fue dado conocer, la alegre
inocencia de nuestras amigas, las incontables pipas de girasol consumidas, el
viejo radiocasete que nunca tenía pilas, la tarde declinando, el momento de la
despedida…
Todas esas imágenes pasaban por mi mente
como a cámara lenta, sin verse interrumpidas por los caminantes, ni por las
risas de los niños, ni por el ajetreo de aquellos otros, los que siempre van
corriendo para no llegar tarde adondequiera que vayan. Pero el sol, en su
inevitable descenso, había conseguido superar la barrera de sombra que me
protegía y ahora castigaba mi espalda. Ese, y no otro, fue el motivo que me
impulsó a cambiar de sitio.
Como buen conocedor del barrio, sopesé de
antemano todas las posibilidades. En primer lugar, realicé un concienzudo censo
de los bancos libres y sombreados. Había, en ese momento, cuando apenas
faltaban quince minutos para mi entrevista, ocho bancos totalmente desiertos y
a la sombra, amén de otros cuatro parcialmente sombreados e igualmente vacíos.
Sabiendo que en cuestión de media hora la plaza se encontraría llena a rebosar,
hice algunos cálculos con rapidez. La trayectoria del sol, la distancia desde
cualquiera de las cuatro escalinatas que dan acceso a la plaza, la proximidad
de la fuente en la que manaba agua potable y fresca, fueron las coordenadas que
me guiaron finalmente al banco más próximo al lugar en que me encontraba, por
considerar que tanto su ubicación geográfica como la aparente incomodidad que
prometía le convertían en el menos atractivo para los demás visitantes, fuesen
éstos quienes fuesen.
No es que por sistema desdeñe la compañía de los otros. No obstante, mi amplia experiencia en plazas y parques me ha enseñado que nueve de cada diez veces se sienta en el banco que ocupamos la persona con la que menos desearíamos hablar. No importa que dicha persona sea desconocida para nosotros. Desde el momento en que elige el mismo banco adquiere, digamos, como una familiaridad que en general me resulta detestable. El hecho de compartir algo, aunque no sea más que un triste banco en una plaza semiabandonada, otorga al visitante el dudoso privilegio de iniciar una conversación que acaso el ocupante más antiguo no desea. Pero así y todo, el visitante se siente obligado a romper el hielo y siempre pronuncia la palabra menos indicada. Da igual cuál sea esa palabra. Siempre es la menos indicada por el mero hecho de ser la primera y por tanto la que da inicio a una conversación que no tiene ningún sentido. Nada más lejos de la realidad. En los trenes es el destino quien otorga el asiento y, por tanto, nada de malo hay en iniciar una conversación con alguien que dentro de unas horas saldrá de nuestra vida para siempre y que, por otra parte, no ha elegido sentarse junto a nosotros ni ha sido, a su vez, elegido. Aun cuando, haciendo caso omiso al número que figura en nuestro billete, tomemos asiento voluntariamente junto a alguien que en principio no debería haber sido nuestro compañero de viaje, la duración del trayecto delimitaría cualquier relación que pudiese entablarse. Por otra parte, el constante movimiento de los trenes parece justificar el inicio de una conversación que, desde el momento en que nace, se sabe condenada a unos confines temporales que no le será posible trascender. Tal vez se podría discutir largamente si eso es en realidad una ventaja o más bien un serio inconveniente, pero no es mi intención ahondar en la vieja disputa entablada en la antigüedad y aún no resuelta.
En las plazas, sin embargo, todo es distinto. La plaza existe y tiene una ubicación permanente, al margen de quienes la visitan, la contemplan o simplemente pasan por su lado sin dedicarle una mirada. De algún modo, la plaza es una entidad eterna e independiente, por lo que cualquier conversación trivial, iniciada de forma casual o por mero aburrimiento, puede tender al infinito. De ahí mi recelo. Pero aún hay algo más grave o, si se quiere, preocupante: cuando a pesar de todas nuestras precauciones ya ha sido iniciada la plática, cuando los dos que dialogamos comenzamos a formar un todo comprensible en medio de la totalidad que es la plaza, llega un tercero y pretende sumarse a la conversación, lo que atenta de plano contra la más elemental intimidad de los que charlan. Pueden entonces ocurrir dos cosas: que el nuevo sea aceptado sin reservas en la unidad formada por los que conversan o que sea rechazado sin contemplaciones, pasando a la categoría de intruso. Pero, sinceramente, una vez que ha dado comienzo el proceso, ¿quién daría marcha atrás? ¿Quién sería tan mezquino como para rechazar a un cuarto o a un quinto? ¿Cómo prever entonces las consecuencias futuras de cualquier conversación insensatamente iniciada en una tranquila tarde en un banco anónimo? Fue por eso que aquel día busqué la sombra del banco situado frente a la tienda de modas. A mi izquierda, el parque ofrecía su inmensidad vegetal como un refugio para caminantes urbanos. Su paseo principal, repleto de bancos más nuevos y cómodos que el elegido por mí, se alejaba hacia las zonas más frondosas, hacia el lago donde en mi juventud había patos, hacia la glorieta central y su famosa estatua. A mi espalda, la calle que se perdía entre viejos edificios de dos o tres plantas hasta llegar a una tapia que, de jóvenes, nunca osamos trasponer. A pesar de la incomodidad del asiento, debí de adormecerme. Tuve conciencia de ello al abrir los ojos en el momento en que una anciana se acercaba con lentitud hacia el banco, mientras sus ojos inquisitivos no se apartaban ni un instante de mi asombrado rostro. Reparé en que la sombra cubría ya casi por entero la mitad occidental de la plaza. Sobresaltado, consulté mi reloj al recordar de pronto la entrevista. Pasaban casi treinta minutos de la hora fijada. En vano miré a todos lados intentando descubrir al hombre con quien estaba citado. En contra de lo que podría esperarse, mi pulso declinó un tanto al certificar su ausencia. J. C. era un tipo a quien nunca faltaban ocupaciones, y seguramente se había retrasado un poco. Lo que no dejó de sorprenderme fue que no hubiese llamado para advertirme de su tardanza. Sospeché que acaso ni siquiera recordaba la hora o el lugar en que habíamos quedado. Pero todos esos razonamientos pasaban por mi cabeza como tamizados por la presencia de la mujer frente al banco.
No era exactamente una anciana, ahora me
daba cuenta de ello. Tendría unos cincuenta años o poco más, pero el negro de
su vestimenta la hacía parecer mayor. Su verde mirada parecía querer penetrar
mis pensamientos, lo que al momento me hizo sentir incómodo. Como herido,
aparté mis ojos de los suyos, intentando de paso demostrar con ese gesto mi
escasa predisposición a aceptar compañía, pero fue inútil. Ella aprovechó esa
circunstancia para tomar asiento en el otro extremo del banco, pero sin la
menor intención, según pude constatar de inmediato, de charlar conmigo.
Por diversas razones, eso me satisfizo y me
molestó por igual, al tiempo que una sorda inquietud iba invadiéndome. De
reojo, pude comprobar que su mirada seguía fija en mí, acaso preguntándose qué
podía estar haciendo allí o buscando sin hallarlo mi rostro en su memoria. En
algún momento tuve el intenso deseo de preguntarle por qué me miraba de esa
forma, pero el simple temor a las posibles consecuencias de tal acción
consiguió siempre reprimir tal deseo. Su cuerpo se balanceaba levemente
adelante y atrás, como llevado por una suave música, pero en el aire no había
música alguna a no ser el arrítmico piar de los pajarillos o los lejanos
chillidos de los niños que jugaban al otro lado de la plaza. Tal vez la música
provenía de su interior. Tal vez no hubiese ninguna música y su balanceo no
fuese debido sino a algún reflejo o a la rutina.
Como quiera que su mirada seguía turbándome,
pensé en levantarme de improviso y abandonar el banco. Pero eso entrañaba no
poca dificultad. Después de todo, yo estaba allí desde antes y por lo tanto me
asistía el derecho a conservar mi ubicación. En esas condiciones, mi marcha
suponía la aceptación de una derrota, la pérdida inherente de todos los
privilegios que pudieran derivarse de mi actual situación de ocupante y la
consustancial renuncia a la ocupación de ese o de cualquier otro banco en el
futuro.
Tampoco podía soslayarse el impacto que tal
decisión podría provocar en la mujer que, quiérase o no, en esos momentos era
mi acompañante, aunque entre nosotros no se hubiese cruzado ni una sola palabra
ni establecido vínculo alguno con excepción de la presencia de ambos en un
mismo banco. Si ella llegaba a sospechar siquiera que mi marcha era
consecuencia directa de su actitud silenciosamente inquisidora, podía
despertarse en su corazón un terrible sentimiento de culpa que, según se decía,
llegaba en algunos casos a degenerar en un abandono total de la plaza y un
penoso deambular por los senderos terrosos de los parques, lejos de cualquier
posibilidad de retorno a las conversaciones cotidianas de los atardeceres en
esa o cualquier otra plaza.
Pero también podría ocurrir todo lo
contrario: que la dama en cuestión estuviese intentando, desde el momento mismo
en que se decidió a tomar asiento junto a mí, ahuyentarme de ese banco que
quizá consideraba como propio, basándose acaso en la ocupación efectuada en
días precedentes o en alguna antigua costumbre. En tal caso, el abandono por mi
parte significaría su victoria, sus pupilas reflejarían el orgullo de saberse
vencedora y a mí no me quedaría sino alejarme cuanto antes y para siempre de
aquel lugar sin volver la vista atrás para no sentir la abrasadora daga de sus
ojos clavándose sin la menor piedad en mis entrañas.
“Si al menos llegase mi amigo…”, pensé. Pero por mucho que mi cabeza se girase hacia atrás, por mucho que mis ojos oteasen el oscuro fondo de la calle tapiada, no conseguía de ningún modo convocar la presencia de aquel a quien ya llevaba un buen rato esperando. Como de pasada, recordé que el resultado de la entrevista debía ser publicado al día siguiente, por lo que mi trabajo no terminaba con la conversación que mantendría con J. C., sino que posteriormente tendría que desplazarme hasta la redacción del periódico y transcribirla antes de la hora de cierre, pero en ese momento no me importó en absoluto. Sentado en el banco, a la sombra de los frondosos árboles, bajo la torturadora mirada de la mujer de negro, sentí que el tiempo corría de otro modo. Cualquier urgencia había de posponerse sin remedio. Nada podía hacerse mientras la cuestión que ahora reclamaba mi atención no hubiese sido resuelta. De pronto, la entrevista perdió todo significado, se me apareció como una excusa, una oscura y desconcertante trampa de mi torturada mente para regresar al tiempo en que aún era feliz. Llegué incluso a dudar que la cita con J. C. hubiese sido acordada jamás. La libreta y el bolígrafo que descansaban en el bolsillo de mi camisa no consiguieron mitigar el desánimo que comenzaba a embargarme.
Fue durante esos momentos de total
confusión cuando otra mujer se acercó al banco y, tras dirigirme una mirada
perturbadora, tomó asiento al lado de la primera, entre ella y yo. Lejos de
contrariarme, la llegada de la nueva mujer me alegró. Pensé que acaso fuesen
amigas, lo que simplificaría notablemente las cosas, puesto que una
conversación entre ellas no me implicaba de ningún modo ni me obligaba a
intervenir, mientras que hasta ese momento, ahora lo notaba, había estado en
tensión debido a la posibilidad de que la mujer inicial formulase una pregunta
directa, poniéndome en una situación tremendamente complicada, ya que una
respuesta, fuese ésta la que fuese, hubiese abierto sin el menor pudor las
puertas al diálogo. Por el contrario, el silencio ante una pregunta directa
eliminaba cualquier posibilidad de que fuese planteada una segunda cuestión,
pero tal proceder se considera exento de toda ética y suele ser criticado con
dureza por los habituales de las plazas. Sin embargo, la recién llegada tampoco
tenía, al parecer, la menor intención de charlar con la otra ni conmigo, al
menos de momento, pero lo que no pude dejar de notar fue la extraordinaria
semejanza entre ambas mujeres ni la intensa mirada que la segunda de ellas me
dirigió en el momento de sentarse. Como sus ojos no se separaban ni un instante
de los míos, fui yo quien, fingiendo buscar a mi amigo en la distancia, hube de
apartar la vista, preso de una agitación inusual. Pensé que la nueva parecía
querer comunicarme algo o tal vez no fuese sino una forma de invitarme al
diálogo, pero, en cualquier caso, mi turbación comenzaba a ser demasiado
evidente, hecho que constaté al percibir en el rostro de la primera un leve
gesto de ironía, una imperceptible sonrisa que la mujer disimuló con un suave movimiento
de su cabeza que hizo ondear su cabello castaño y, en algunos puntos,
prematuramente encanecido.
Ese gesto me reveló lo que hasta entonces
había sido incapaz de apreciar: la extraña hermosura de la que aún quedaban
restos en el rostro de la primera mujer y, por ende, también en el de la
segunda. Las arrugas que salpicaban sus caras habían estropeado la juvenil
belleza que un día, sin duda, las había convertido en objeto de deseo. Pero aun
ahora, un observador atento e imparcial no podría dejar de constatar que, a
pesar de su edad, ambas seguían siendo atractivas. Las contemplé sin disimulo
alguno, sin pararme a pensar en las posibles consecuencias de tal observación.
De ese modo, la turbación que hasta ese momento me había embargado desapareció por
completo.
De repente todo adquirió nuevos
significados.
Deseé hablarles, contarles las viejas
historias que siempre cuento a quien quiera escuchar, provocar en ellas veladas
sonrisas que les devolvieran, siquiera un instante, su antigua belleza, compartir
esa tarde y esa espera que tanto empezaba a prolongarse, dejarme envolver por
la ya olvidada sensación de placidez que despiertan las plazas en las tardes
primaverales, formar parte, no más que por unos minutos, de la esencia
incomprensible de la plaza.
Y puedo asegurar que lo hubiera hecho de no
producirse la llegada de un tercero. Esta vez se trataba de un hombre, algunos
años mayor que ellas. Sin una palabra, tomó asiento entre ellas y yo, rompiendo
en mil pedazos el frágil puente que había comenzado a tenderse. Me miró de
arriba abajo, casi con insolencia. Luego miró a las mujeres de igual modo para
fijar más tarde su vista en la fuente central. Quizá fue en ese momento cuando
reparé en que la mayor parte de los bancos de la plaza aún estaban desocupados,
lo que me produjo cierto desasosiego. ¿Por qué, en ese caso, habían elegido
sentarse allí, donde ya había un ocupante al que además no conocían y que
tampoco había demostrado, en modo alguno, desear ningún tipo de compañía? ¿Se
trataba, acaso, de alguna estrategia destinada a salvaguardar la plaza del
posible abuso que pudieran producir los visitantes ocasionales? ¿Por qué nadie
decía una palabra?
Pude observar que las mujeres habían dejado, por fin, de mirarme, pero eso no me alivió lo más mínimo. Esas preguntas carentes de respuesta comenzaron a asfixiarme. Ante la nueva intrusión, todo mi apasionamiento de unos segundos antes se diluyó de inmediato. Pude observar que las mujeres habían dejado, por fin, de mirarme, pero eso no me alivió lo más mínimo. Antes bien, se podría afirmar que la tristeza que comenzó a embargarme tuvo su origen precisamente en ese detalle. J. C. no aparecía y el sol ya se iba escondiendo en el horizonte, tragado por el bárbaro poniente. Algo me decía que debía marcharme, que mi amigo ya no vendría, que se había olvidado de la entrevista o que la conversación en la que se acordó nuestra cita ni siquiera había tenido lugar. De cualquier forma, a esa hora ya no había tiempo. La edición del día siguiente tendría que salir sin la información que me había sido requerida. Así, pues, era libre de marcharme. ¿Por qué, entonces, no lo hacía? Nada me ataba a aquel banco. Por el contrario, muchos factores me impulsaban a abandonarlo. Ni siquiera la simpatía que unos minutos antes despertasen en mí las dos mujeres que ahora se miraban entre ellas, como intentando reconocerse, me pareció un motivo válido para permanecer allí ni un minuto más. Sin embargo, me quedé allí, callado, esperando aún, sabiendo que mi espera iba a ser de todo punto estéril. No fue hasta mucho más tarde, al anochecer, cuando se decidió todo. Como no podía ser de otro modo, un cuarto hombre se acercó hasta el banco y se paró frente a mí. Como es sabido, cuatro es el número de ocupantes de cualquier banco. No es de ningún modo razonable, ni existe constancia de que alguna vez haya ocurrido, la presencia de un quinto. Ante la nueva situación sólo me quedaban dos alternativas igualmente ominosas: permanecer allí en medio del ambiente hostil que se iba formando a mi alrededor, lo que sin duda sería considerado un acto de soberbia, o ceder galantemente mi puesto al recién llegado, lo que, al margen de cualquier otra consideración, constituye una claudicación sin atenuantes.
Apoyado en su gayata, el hombrecillo me
observaba sin impaciencia. Yo dirigí mi vista hacia los demás bancos, como
queriendo insinuar sin palabras lo que el anciano no podía haber pasado por
alto, pero fue en vano. Él sólo me miraba sin inmutarse.
Fuese claudicación o simple cortesía, lo
cierto es que me incorporé casi bruscamente y di dos pasos en dirección a la
fuente. Fue el tiempo suficiente para que el cuarto ocupase mi lugar. Supe que
ya no había regreso. Resignadamente, contemplé por última vez la plaza que se
iba sumiendo en la penumbra, el banco en el que ahora charlaban animadamente
los cuatro, los otros bancos, desiertos, y me adentré en el laberinto de las
calles, en busca de mi automóvil.
*Fuente: Letralia.
https://letralia.com/letras/narrativaletralia/2024/09/05/espiritu-de-la-plaza/
Emisión*
Una voz
despelleja
palabras
Se cuartean
los
sonidos
Un hilo viviente
acogotado
en un goce
seco.
*De Ana
Romano. romano.ana2010@gmail.com
EL
GIGANTE*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
No sabemos cómo llegamos aquí. Simplemente
estamos muy juntos. Vivimos codo con codo, en filas apretadas y rectas. En
algún momento, suponemos, tuvo que existir un origen. Sin embargo, creemos que
es tan remoto que no hay ninguna señal, ningún rastro que nos lleve a alguna
historia. Nadie ha esbozado alguna teoría o posibilidad creíble. Apenas
balbuceos o divagaciones que se diluyen en nuestros cuerpos hacinados en este
cuarto. Estamos aquí desde que existimos. A lo mejor éramos, antes de tener
conciencia, luces apagadas. Eramos un brillo apenas, una lumbre que no mengua y
que busca, por su misma naturaleza, algún contagio. Y de repente uno de
nosotros se encendió, abrió los ojos, y el que estaba a un lado comenzó a
parpadear y a hacerse una idea de lo que era y de dónde estaba. Otro despertó
junto a ellos y, sin poder hacer nada más, miró hacia el frente, justo para
encontrarse a uno como él, muy similar en complexión y en tamaño. No pudo
investigar más porque le daba la espalda. Adivinó que el extraño tenía vida
(quizás por el leve estremecimiento que surgió en los hombros) y le supuso
rasgos parecidos a los suyos. Después, miró a los lados: una larga fila de
hombres, calvos y de mediana edad, se extendía hasta perderse en la oscura
orilla del cuarto. Había varias filas; todas conservaban el orden y estaban
apretujadas hasta el límite de la asfixia. Todos sus integrantes, sin
excepción, miraban al frente. Sin una idea clara de su apariencia, sólo
pudieron pensar en su rostro como un concepto, apenas preciso, como las
imágenes que restan después del sueño. Quizás, uno de aquellos, uno de los
primeros que despertaron, intentó huir del cuarto, pero pronto se dio cuenta de
que no podía dar un solo paso. Estamos tan apretados que sólo podemos mover un
poco la cabeza y el torso. Cualquier intención de escape lastima al otro y,
además, consume una cantidad considerable de energía. Cada uno es obstáculo de
los que lo rodean. Alguno aventuró que nuestra existencia es una operación
matemática, quizás calculada durante mucho tiempo, en la cual cada elemento es
imprescindible. Si alguien falta este universo se destruye y por eso estamos
aquí, uniformes, mirando hacia el frente, como un batallón inmóvil. Nuestra
condena –si podemos llamarla así– es mirar la espalda del otro que, a su vez,
repite el mismo destino con el cuerpo de alguien más. Suponemos que, los que
están al frente, sólo pueden contemplar el límite de la pared y ese mundo es lo
único que conocen. Como los soldados que están en la vanguardia de una guerra
absurda, sufren accesos de soledad o de silenciosa locura. Quizás intuyen la
presencia de los que estamos atrás, confirmada de cuando en cuando por algún
carraspeo o un aliento que se desboca y deja un eco. Se asumen –lo creemos así–
como una formación rocosa que enfrenta la violencia contenida del mar y que
está sumida en un letargo complaciente, acaso reflexivo, y carente de cualquier
voluntad. Sin necesidad de comer o de realizar otra función corporal más que
respirar y tener conciencia de nosotros mismos, esperamos que los primeros de
la fila comiencen a mostrar los signos de una erosión lenta y progresiva. Tal
vez, en algún momento, alguien se desvanecerá entre nosotros, como una vela que
comienza su declive por falta de aire, y la reacción en cadena hará que
regresemos al punto de inicio: un montón de cuerpos en fila; objetos estancados
en lo profundo, viviendo en el légamo oscuro. Mientras tanto sólo podemos estar
de pie, sin cansarnos, apoyando el peso de nuestros cuerpos en los otros.
Conocemos hasta el mínimo detalle la espalda del que está enfrente. La parte
posterior de su cabeza es un planeta revisitado miles de veces, una superficie
en la que podemos soñar aunque nuestros sueños, cuando ocurren, son réplicas
exactas de nuestro mundo: filas y filas de hombres; cuerpos sosegados y
uniformes; gestos repetidos en otros gestos. En esos sueños también ignoramos
la diferencia entre el día y la noche. Tampoco sabemos el lugar que ocupa el
cuarto en el universo. Por eso en ocasiones no queremos dormir y enfrentamos,
con ojos muy abiertos, el persistente horizonte de cabezas, como si fuera la
línea de la costa, siempre invariable; una imagen que se repite mil veces hasta
formar una sola evocación, un punto fijo en la marea.
Con el tiempo descubrimos que hay algunos
más altos entre nosotros. La diferencia no es muy grande, pero suficiente para
que destaquen. Desde su posición pueden contemplar el gran campo de cabezas.
Ellos, de alguna forma, comprueban las pequeñas variaciones que existen entre
los integrantes de las filas. Quizás las orejas, el perfil de la mandíbula, la
forma de la nariz. Ellos, a quienes llamamos “los vigías”, nos han contado
detalles importantes del cuarto: dicen que las paredes están pintadas de color
amarillo y que es un cuadrado perfecto. También dicen que no hay puertas y
ventanas y que, justo en el centro, existe un foco apagado. Algunos, los más
cercanos a esta área, han podido comprobar esta afirmación. Dicen que el foco
apenas destaca en la penumbra y que despide un destello inocuo y aún
perceptible. Y nosotros llevamos la idea más allá e imaginamos una voz que nos
confunde desde lo alto, un elemento que nos conmina al silencio cuando nuestras
voces establecen intercambios demasiado extensos. Hay algunos que hablan
dormidos y sus historias bullen en el cuarto: refieren que el filamento del
foco es un insecto detenido en el tiempo cuyas alas, algún día, volverán a
vibrar. Mientras tanto espera como nosotros. Espera oculto en la hendidura, en
el filo congelado que marca el centro de su cárcel traslúcida. Y podría ser, en
efecto, una hendidura, pero también la marca que deja una hoja cuando cae en la
arena o la línea que perturba el agua mientras pasa un barco.
Uno de los misterios que más nos intrigan
es la fuente de luz que nutre la penumbra del cuarto. Si no hay entrada ni
salida deberíamos estar en una oscuridad total. Quizás emitimos, sin saberlo,
un débil resplandor. Quizás nuestras respiraciones producen reacciones químicas
en el ambiente entumecido. La penumbra parece ir y venir, alimentada por el
movimiento de nuestros pulmones. Cuando está a punto de desaparecer un nuevo
hálito le imprime fuerza y la oscuridad vuelve a su condición de crepúsculo.
Otro enigma es el origen del aire que circula y que evita la corrupción de la
atmósfera. Quizás las paredes que nos rodean son una frontera maleable y por
ahí ingresan elementos extraños: volutas de polvo, el nervio de algo vivo que
desaparece cuando lo miramos. Por esta razón –más como una intuición que un
conocimiento– creemos que hay una realidad distinta afuera del cuarto. Estamos
atentos a las probables señales que llegan a nuestro mundo. Pero después de un
tiempo nos aburrimos, perdemos la concentración y volvemos a enfocarnos en
nuestros cuerpos. Hemos pensado tantas veces en ellos que deseamos, a toda
costa, olvidar que tenemos brazos, manos y piernas. Hasta el filo redondeado de
las uñas se vuelve, de pronto, intolerable. Por eso intentamos evadirnos aunque
sea un ejercicio imposible. Sólo nos queda matizar nuestras sensaciones y llevarlas
a escenarios lejanos. Jugamos a desprendernos de nuestros cuerpos hasta lograr
un leve entumecimiento y, de pronto, somos almas flotando, globos aún sujetados
por la mano de un niño. Y dan ganas de reír por la idea. Sería un buen
experimento: todos riendo en nuestros lugares, como una vibración inútil pero
que nos reconcilia, por un instante, con nuestro destino. De alguna manera esa
risa lejana, aún posible, puede romper el equilibrio del cuarto. Por eso nos
contenemos, apretamos los labios y proseguimos la irrevocable tarea de existir.
Como revancha, como un absurdo ajuste de cuentas, acrecentamos nuestros
murmullos, pensamos en nuestras voces y elaboramos teorías aún más alucinadas:
el cuarto es un lenguaje secreto y nosotros su alfabeto. La curvatura del foco
es la frontera de un territorio nuevo, un planeta diminuto en el que viven
otros como nosotros. Ahí están, mirando el vacío sin descubrirnos, elaborando
una cartografía de la penumbra que contemplan y que da forma a su firmamento. Y
quizás algún día ambos mundos se conecten. Cuando esto suceda habrá un fogonazo
de luz y, al término del evento, seguiremos aquí, tratando de recolectar
cualquier huella, buscando cualquier brillo para ocupar con algo nuestra
memoria.
A veces sentimos que formamos parte de algo
más grande, que somos los engranajes de un enorme e indescifrable mecanismo.
Quizás, mientras permanecemos inmóviles, ocurre una secreta transformación:
nuestras células interactúan, nuestras mentes se reúnen en un solo camino.
Tarde o temprano nuestros latidos serán iguales. Los pensamientos serán raíces
que se entrelazan y que prosperan en la tibia órbita del cuarto. Uno de los
vigías nos dijo que somos fragmentos de un gigante que, algún día, despertará.
Cada uno de nosotros, continuó, es una parte de él: acaso la palma de una mano
poderosa, las líneas de su rostro que brotan y le confieren una vaga identidad
mientras duerme. Por ahora sueña a través de nosotros, pero algún día tendrá
control sobre todos sus miembros y emergerá de su molicie, como una figura que
se libera de su sombra. Cuando llegue ese momento, el foco se prenderá y
recordará un ojo que vuelve de su oscuridad para derrotar a la ceguera. El
gigante comenzará a parpadear con lentitud, y a lo lejos alguien pensará en un
faro que manda señales confusas, en la luna intermitente por el paso de las
nubes. Con dificultad se apoyará en sus piernas y mirará con su única luz todo
lo que lo rodea. Insatisfecho, se levantará por completo mientras el techo del
cuarto se hace pedazos y las paredes amarillas se estremecen y se derrumban. El
cuarto en el que vivimos será una serie de fragmentos, elementos desvinculados,
huyendo de su centro como los restos de una explosión estelar. El gigante,
nutrido por la luz del sol, sentirá a plenitud cada parte de su cuerpo.
Después, convencido de su propia fuerza, saldrá a conquistar el mundo.
*Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla”
(cuentos) por
Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Cómo saber si me
sostiene o si sólo
lo creo, por
conveniencia o error,
por evitar la duda.
Todos los tamaños
de una pregunta
terminan
por coincidir en el
tono que más tememos.
La distancia talla el
espacio
hacia cada lado de lo
que fuimos y aún
puedo ver un cuerpo de
claridad.
Como el sonido del
tren a dieciséis pisos de altura
en la madrugada.
Cuando casi dormimos
y confirmamos el amor
en su raíz de fe.
*De Valeria
Cervero Daer.
-Fuente: Meta Poesía.
https://www.facebook.com/metopoesias
Por
favor, pisa esa flor*
Se preguntó cómo es que tamaña cosa había
pasado inadvertida. Pero las cosas realmente grandes suelen escaparse a los
sentidos, ya que al ser tan enormes se salen del campo visual y enfocamos un
detalle; los elefantes suelen ser invisibles por obvios, por inmanejables,
porque verlos es demasiado doloroso, porque un problema de tal magnitud
requiere una acción si lo traemos a lo real nombrándolo. Cuando leyó el poema,
ella y su hermana se habían reído, convinieron en que el chico tiene talento,
lo consideraron original y alabaron a Roque por sus dotes literarias. El mismo
chico les había entregado el texto entre otros, y después de un tiempo todo
quedó en el olvido. Sin embargo, la señora lo guardó en el fondo de la memoria
como esas señales que inconscientemente reconocemos y en el momento no podemos
asir. Ahora, diez, doce años después, con la sonrisa agriada, de pronto le han
venido a la cabeza los dos primeros versos “por favor, pisa esa flor/ necesito
odiarte”. Intenta recordar el resto, pero sólo le llegan vagas ideas de que la
voz del texto pide a alguien que haga cosas desagradables porque no puede
soportar verlo tan feliz y adaptado; siente que esta persona sonriente y bella
es, como todos los de su clase, un ser despreciable que debe ser odiado aunque
no parezca haber hecho nada para merecerlo. Por lo tanto, pide varias veces con
insistencia que haga algo horrible para merecer, por alguna acción visible, el
odio que ya le pertenece sólo por ser cómo y lo que es.
Hace diez o doce años, cuando la señora
leyó el poema junto con la madre, el significado de la poesía se diluyó por la
forma graciosa en que estaba presentado. Era una broma.
Por favor, pisa esa flor, necesito odiarte.
Y uno puede imaginar a quien desee en el rol del odiado; la beata, el maestro
simpático pero irritante, el compañero perfecto, el político que se presenta
besando niños. Por favor, pisa esa flor, necesito odiarte. Dame una razón para
odiarte, rompé el jarrón para poder retarte, empújame para que se justifique mi
golpe, lastímame para poder destrozar tu rostro. Que mi odio sea justo, ya que
existe, y la verdadera razón no puede ser dicha. Tengo mi odio aquí en la mano
y necesito colgarlo de alguna percha, es pesado, estorba, déjame que te lo
cuelgue porque sos más fuerte que yo y vos lo vas a poder llevar. A vos te va
bien, estás feliz, todo te marcha como sobre ruedas, sos un arcoíris naif, un
dechado de virtudes, nada te cuesta, las frutas caen de los árboles a tus
manos, en tu camino no crecen ortigas. Yo, que estoy donde llueve, donde hay
ruido y hace frío, yo, que no soy como quisiera ni como vos querés que sea. Yo
necesito odiarte, dame una razón, aunque sea ridícula o nimia.
Al costado de la calle crecen verbenas
rojas, estrellitas de sangre recortadas en el verde. La señora va hacia la
banquina porque se acerca un auto (en Rincón todos caminan por la calle), y
evita cuidadosamente pisar las flores. Va pensando y sintiendo, acongojada y a
la vez ausente. Se dice que no hay reparo que valga, en algún momento pisará
una flor, toserá en un instante incorrecto, hará el comentario equivocado, y
recibirá pleno y certero el odio de Roque. En la casa con el alto eucaliptus en
la puerta, la hermana ha quedado llorando. Nada hay que pueda consolarla, el
hijo se ha ido y ella tiene la culpa. No se sabe bien por qué, pero ha quedado
perfectamente claro que la madre de Roque tiene la culpa de todo y que jamás
será perdonada. La señora saca las llaves, abre el portón, verifica el estado
de crecimiento de las rosas, el progreso de los brotes del naranjo, saca una
ramita de tomillo que perfuma el aire, y entra a la cocina.
No tiene ánimo para hacer nada, no cree
poder concentrarse en alguna película, así que pone música mientras sigue dando
vueltas y vueltas la angustia de la hermana, el enojo del sobrino, palabras,
sentimientos, posibles soluciones.
Afuera comienza a atardecer, el cielo se
pone rojo, la luz amarillea antes de fundirse a negro.
Ha quedado en la oscuridad, las manos sobre
los brazos del sillón, los pies inmóviles. Sólo sus pensamientos siguen
girando, imposibles de advertir en esa quietud concentrada. El chillido de un
murciélago en el jardín le da la orden de prender las luces. Se levanta con
esfuerzo, la columna rígida, y sólo a medida que camina puede enderezar la
espalda y recuperar el paso normal. Toma el teléfono, escribe un mensaje para
Roque. Lo envía. No importa lo que haya escrito, sabe que las palabras son simplemente
signos sin significado porque no encontrarán el blanco, son flechas lanzadas al
muro de piedra. Absurdo, se dice. Otra vez encuentra Roque quien pise una flor
para él. Responder a su deseo es inevitable.
Esa noche, no obstante, no puede dormir. Cada
vez que alguien nos odia, tenemos la sospecha de que puede tener razón al
hacerlo, y es una ventaja que no aprovecha a nadie.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Cuento de la serie de la Costa.
PAPELES EN LA NOCHE*
Hay algo que no
entiendo,
me dije.
Una tabla, o un retazo
de
memoria,
quedó en algún lugar,
o
bajo tierra.
Un viento, a veces,
alguna
hora,
dan indicios de esa
pérdida
o ese pozo; como si
una
raíz extendida
hubiera cesado en
algún
tiempo
(y en mí mismo); una
raíz
arrancada
y puesta a secar
lejos;
lejos
de la vida y de las
cosas.
*De Eduardo Dalter.
EMBARCACIÓN
VIKINGA*
Necesito un barco vikingo
para irme a otras tierras
lejos de aquí
lejos de esta cercanía con mi nombre
con mi rostro de mujer entrada en años
con mi caparazón de tortuga
de oso hormiguero
de caracol, lejos
en el extremo sitio de las lejanías
donde se juntan lo muy oscuro y el sol.
Necesito una bestia tallada en madera
enarbolada por un círculo hueco
replegado en sí mismo
hecha a la medida de todos los océanos,
esos espacios creados contra la desmemoria
tan abismalmente anchos
tan lisos
tan inabarcables.
Necesito mi embarcación
construida con las transparencias que
surcan
las palabras que alguien inventó para mí
en las sombras. Vendrán los dioses
a susurrarme con su inconcebible voz
el camino de los vientos. No existe
itinerario
que me lleve a lo más lejano
de lo más lejano
a la muy íntima proximidad del límite
a la extensión filosa
que ahonda la travesía en las aguas
heladas.
Iré desnuda, cubierta con dos o tres
palabras
pocas
escasas
suficientes
para sostenerme mientras atravieso
las anchas aguas heladas. Nadie
podrá encontrarme en aquel sitio
donde lo lejano de tan lejano
se desarrimó del mundo
y de sus marquesinas con colores
que causan daño a la mirada. La lejanía
se alimenta de mi viaje
en la antigua embarcación vikinga
en la que voy
sola
desnuda
trepada al sonido de mínimas palabras
que me distancian todavía más de esa
lejanía
deshecha a cada rato como figuras
en un caleidoscopio.
El océano con sus aguas heladas
se explaya en la orilla del mundo
se despereza interminablemente
para diluirse entre los guijarros del
lenguaje.
La amplitud que me rodea
es espejismo puro
es un desprenderse de las formas
solo hueco más hueco
más hueco creando mi travesía
bajo los párpados de un cielo
que calca lo que ve
lo que se muestra
sin tapujos
en su arcaico esplendor.
Estoy vacía y me pierdo en lo vacío,
las formas se olvidaron de su forma
como un niño apartado de su casa
que no conoce el camino de regreso,
un niño de ojos grandes y pantalones
cortos.
Las distancias en el infinito océano
necesitan de mi miedo
así como yo necesito una embarcación
hecha en madera
para construir un camino
enseguida borroneado por el agua en su ir y
venir. Avanzo
mientras el camino se diluye a mis espaldas
lo que no tiene forma se regocija
en su propia divagación.
Nadie me ve cuando mi barco abre un surco
sobre las heladas aguas
en las que la luz difumina su color azulado
nadie tampoco podrá verme después
aunque proliferen ojos y transparencias.
Mi miedo tiene el don de lo que carcome por
dentro
y es el motor de este viaje
que no tuvo principio
ni nunca se terminará.
Sigo aferrada a mi embarcación vikinga
como si fuese un nombre que me fue dado al
nacer
en este territorio con sus aguas heladas
y su mástil enarbolado por un círculo
hueco.
*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com
Miniaturas en el sendero
poético*
Cuando me oculté del
mundo, descubrí que había hecho un pacto tácito y silencioso. Ambos nos
olvidamos del otro, nuestras vidas transitaban senderos qué jamás se volverían
a cruzar. Decidido a encontrar aquellas miniaturas, me adentré en el nuevo
sendero y me convertí en una especie de ser invisible. Ahora las busco, oculto
y lejos del mundo, no para encerrarlas sino sólo para observarlas e intentar
pensar un poema.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Oráculos*
Me
leyeron las líneas de la mano en La Plata. Los posos del café en Villa
Mercedes. Una mujer sumamente vieja y delgada, cuyos ojos refulgían como
diminutos diamantes de fuego, me echó las cartas en un oscuro tugurio de Buenos
Aires.
Todas las predicciones auguraban lo mismo:
Debía ir a ese lugar. Tal coincidencia me alarmaba. Las razones nunca estaban
claras. Unos decían una cosa, otros, la contraria; los más, esgrimían la
consabida excusa de que la adivinación no es una ciencia exacta y de ese modo
eludían dar mayores explicaciones.
Les cuento lo más curioso: yo nunca creí en
esas patrañas. Fue una amiga quien me persuadió. ¿Qué mal podía hacerme?
-preguntó, con esa convicción inocente de la que sólo ellas son capaces. Así
pues, lo hice únicamente por complacerla (y de paso, me dije, tal vez ella,
alguna de estas noches...)
Si la primera adivina (su cuchitril era un
arquetipo de consulta esotérica engañabobos, con gigantescas cartas de tarot en
las paredes, a modo de cuadros, y una bola de cristal sobre un tapete de
terciopelo negro, colocado encima de la mesa hexagonal que ocupaba el centro de
la sala, sobre la cual había una lámpara de gran potencia. El resto del cuarto
estaba a media luz, para realzar el misterio, supuse) no hubiese mencionado el
nombre, la cosa hubiese terminado ahí. Un juego inocuo, una frivolidad más
entre tantas otras. Pero lo hizo. Y luego me miró, leyendo en mis ojos una
intranquilidad que le animó a seguir por ese camino. Cuando salimos (mi amiga
me acompañaba), mis comentarios acerca de esos lugares de adivinos y mi risa
forzada provocaron su curiosidad. Algo había sucedido allá adentro y ella era
consciente. Le conté lo sucedido (realmente no todo, sólo lo necesario. Tampoco
es cuestión de airear chismes de otro tiempo) y dije que sólo se trataba de una
casualidad, pero no quedó convencida. Propuso visitar otro sitio. Ella se
ocuparía. Conocía gente. Yo aparentaba estar tranquilo, pero algo había
permanecido dando vueltas en mi interior. Así que, entre risas, y sólo por
contentarla, volví a aceptar.
La segunda vez fue en Morón. A Rebeca (mi
amiga) le hablaron de un hombre anciano, recluido en una casa a las afueras y
cuyo contacto con el resto de los vecinos era muy escaso. Se dedicaba a algo
llamado libanomancia, un rito mediante el cual se puede adivinar a través de la
observación del humo. Jugar con fuego no me atraía en absoluto, pero ya había
dado mi consentimiento previo, así que no fue posible echarse atrás. Fuimos
hasta allí, vimos cómo el viejo juntaba un montón de ramas secas y las
encendía, sentándose luego junto a la hoguera e invitándonos a imitarle.
Mientras aguardábamos, él contemplaba el humo, muy atento. Quizá para hacernos
más llevadera la espera, nos estuvo hablando de su especialidad (también
llamada capnomancia o ignispecia) y de los múltiples éxitos cosechados en más
de cuarenta años de práctica. En un momento dado, enmudeció, me miró con una
expresión severa y nombró el sitio. Después nos rogó que nos marchásemos. Dejé
unos billetes sobre la mesa de la cocina y salimos a la brisa del atardecer. Mi
amiga callaba. Dos veces no podía ser una mera coincidencia.
Pero si por un momento pensé que la cosa
iba a terminar ahí, no conocía bien a Rebeca. Unos días después se presentó en
mi casa, me obligó a vestirme con prisa, nos metimos en el auto y condujo hasta
Quilmes. Allí nos recibió Madame Cheirét (o Chouriet, o algo similar). Su
técnica era la fisiognomía. Esta especialidad consiste, según me fue explicando
Rebeca durante el viaje, en el estudio de las cabezas y las caras. La mujer,
ciertamente amable, me ofreció asiento en una silla antigua. Después, se colocó
frente a mí, en un sillón situado sobre una especie de pequeña tarima, y se
puso a mirarme con insistencia y atención. De cuando en cuando, se levantaba y
pasaba sus manos por mi cabeza o mi rostro, como para comprobar la veracidad
del testimonio ocular. Me sentía terriblemente incómodo, pero Rebeca estaba
radiante. Aguanté casi una hora entera. Después, escuché la palabra que no
deseaba (pero temía) oír, pagué, nos despedimos. Regresamos a la ciudad.
“En
Rosario hay un tipo que se dedica a la grafomancia”, dijo Rebeca por teléfono
dos días más tarde. “Mañana vamos”, contesté. Mientras yo trataba de fijar una
cita para esa misma tarde (cine, cena y unas copas cómplices), ella me
explicaba con detalle la “ciencia” en cuestión: Se trataba, según entendí, del
estudio de la escritura. Tamaño, forma, inclinación, todo eso. No hubo más
discusión. No oyó (u simuló no haber oído) mis razones, casi súplicas, para
vernos esa misma noche.
Al día siguiente viajamos hasta Rosario. En
tren. No me apetecía conducir tantas horas y, de paso, tenía la esperanza de
quedarnos allí a pasar la noche y, ¡quién sabe!
El Doctor Morales –tal era el nombre del
grafomante- vestía una bata blanca cuando nos abrió la puerta de su estudio, un
lugar atiborrado de objetos de diversa índole, muchos de los cuales
desentonaban entre sí, dándole al lugar el aspecto de un trastero, un almacén
de antigüedades o la vivienda de un demente. De entrada, me incliné por esta
última posibilidad. El tipo nos condujo, a través de aves disecadas, aparatos
de radio estropeados y muebles con irreparables desperfectos, hasta su
despacho, no muy diferente, en realidad, de lo que habíamos dejado atrás, salvo
por la luz, más nítida.
Me sentó a una mesa –previo desalojo del montón de objetos amontonados sin orden sobre ella- y me conminó a escribir. “Cualquier cosa”, dijo. “Da lo mismo si es una idea, unos versos de Dante o una colección de chistes sobre gallegos. Usted escriba. Para ponérselo más fácil, esperaremos aquí al lado. Cuatro o cinco folios bastarán. Lo dejo a su elección”. Después de proveerme de unas cuantas hojas de papel en blanco, lapiceros y una botella de agua, el doctor desapareció con Rebeca por una puerta diferente a la utilizada para entrar. Sospeché que conducía a la casa, a sus habitaciones. Sentí una cruel punzada de celos, cuyo aguijonazo aplaqué escribiendo casi furiosamente.
No me seducía la idea de dejar allí
constancia de mis ideas, así que recurrí a los clásicos. Recordaba pasajes del
Decamerón, del Quijote, de La Ilíada. También el cuento Ante la Ley, de Kafka.
La rememoración de esos textos, leídos tantas veces en la soledad de mi cuarto,
me sirvió para olvidar dónde estaba y qué estaba haciendo –y, sobre todo, el
temor infundado de que, en ese mismo momento, el supuesto doctor y mi adorable
Rebeca estuvieran demasiado juntos-. En el cuarto folio redacté dos sonetos de Borges
y el quinto lo usé para reproducir El espejo que huye, relato de Giovanni
Papini. Sin omitir una coma. Lo conocía de memoria.
Tardaron más de hora y media en regresar.
Para entonces ya había usado otros tres folios, dejando en ellos fragmentos
dispersos de Lugones, Poe, Chéjov y Pablo Neruda, el poeta con mayúsculas, como
le llamaba cariñosamente uno de mis alumnos. Morales tomó asiento frente a mí y
se abismó en la lectura de mis garabatos. Mi amiga se colocó justo detrás de
él, leyendo por encima de su hombro. Yo la miraba con amargura y también un
poco de ira, pero ella no me prestaba atención, concentrada como estaba en la
contemplación de los folios escritos. Deseé estar lejos. Aunque fuera en ese
lugar al que todas las señales parecían ligar mi futuro. El “doctor” tomaba
notas, subrayaba algunas palabras, hacía círculos rojos alrededor de párrafos
enteros. Yo esperaba el veredicto sin interés. La voz de Morales pronunció el
nombre como una sentencia. Al oírlo, el rostro de Rebeca resplandeció, o eso
creí ver. Fue sólo un chispazo, pero esa sonrisa borró de un plumazo mi
malhumor. Caminamos charlando hasta un hotel. El conserje nos recibió con suma
amabilidad. Hubo suerte (sin duda apoyada por el billete que deslicé con
disimulo sobre el mostrador de recepción): Había, en efecto, dos habitaciones
contiguas con puerta de comunicación interior.
En la cena me mostré encantador, conseguí
que Rebeca tomase un par de copas de champán tras el postre, le prometí un
nuevo viaje para la semana próxima: iríamos a ver al siguiente de su lista (a
esa altura ya había confeccionado una vasta nómina de “especialistas” en
asuntos esotéricos), pero la puerta de comunicación permaneció cerrada toda la
noche. No dormí bien. En la madrugada, creí oír un ruido. Fui hasta la puerta
con la esperanza de que ella, por fin… Traté de girar el pomo con precaución,
mas no se movió ni un milímetro. Decepcionado y triste, volví a la cama y caí
en un sueño entrecortado, repleto de imágenes tenebrosas. En medio de dos
pesadillas, me juré terminar con todo aquello de inmediato.
En el desayuno, Rebeca me anunció que debía
permanecer en la ciudad un par de días, trámites burocráticos para su madre,
quien no andaba bien de salud. El viaje de vuelta fue una tortura. Me encerré
en casa y juré no volver a salir en mi vida. Leí furiosamente, escuché música a
un volumen que mis vecinos seguramente juzgaron excesivo, jugué al ajedrez
contra un rival imaginario, ordené toda mi colección de sellos antiguos. No
habían pasado tres días cuando Rebeca se presentó en mi puerta, se declaró
asustada ante mi aspecto, me obligó a tomar una ducha, afeitarme, vestirme
“decentemente” y acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa” dijo. Esa energía
suya siempre me desarma, así que obedecí. Sin la menor objeción.
Todos padecemos adicciones. Sean graves o
insignificantes, nos acompañan a lo largo de nuestra vida y, a veces, ni las
percibimos. Puede ser el alcohol, las drogas, el sexo, el ego –la más común y
menos diagnosticada-, el chocolate o las bebidas dulces. En esa ocasión,
mientras íbamos hacia Trelew, para visitar a un experto en ornitomancia
(observación de las aves), descubrí que la adicción de Rebeca eran los
gabinetes esotéricos. Y me arrastraba tras ella como a un perrito, con la
excusa de hacerme un favor: era yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El
asunto resultaba muy extraño –no voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad
crecía con cada nueva respuesta afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el
futuro? Bastante tenemos con soportar el peso del pasado y vivir lo mejor
posible el presente.
En Corrientes fue la enomancia (lectura de
símbolos en el vino).
En Mendoza la numerología.
En Luján, la sicomancia, que utiliza hojas.
Fueron semanas de viajes, escenas sacadas
de películas en blanco y negro, habitaciones contiguas pero siempre separadas y
esperanzas renovadas por la mañana, que veía arder cada noche en el fuego
glacial de la soledad. La boca de Rebeca era una promesa eternamente pospuesta.
Y el dinero empezaba a menguar de forma alarmante.
En Bahía Blanca, botanomancia (como se deduce del nombre, usa las plantas).
Xilomancia (madera) en Paraná.
Aluromancia (adivinación practicada con
harina) en Junín.
Se ha dicho que la locura es hacer siempre
lo mismo esperando un resultado distinto. Nosotros hacíamos justo lo contrario:
Probar diferentes medios y obtener un mismo resultado. Llegó un momento en que
ya parecía imposible la existencia de otra respuesta. Si eso hubiera sucedido,
si se hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como yo nos hubiéramos quedado
atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la repetición de la prueba.
Bibliomancia en Córdoba (El libro utilizado
fue La Eneida, de Virgilio. Así solían hacerlo, se nos explicó, los romanos).
En Catamarca, ceromancia (se usa la cera de
una vela).
Si al principio nos guiaba la búsqueda de
una comprobación, ahora era más bien la esperanza del error: que en una de esas
gravosas visitas, alguien pronunciase otro nombre, abriendo así una ventana a
otra realidad, un agujerito minúsculo por el cual escapar de esta condena que
se cernía, implacable, sobre mí.
Aeromancia (observación de los fenómenos
atmosféricos) en Salta.
Tarot en Resistencia.
Al borde de la extenuación y la ruina,
Rebeca insinuó una última posibilidad: En un lugar llamado La Serena, en Chile,
existía un viejo cuya habilidad consistía en interpretar los signos de la
arena. Tras dos horas caminando por la playa, agachándose de cuando en cuando
para observar algún dibujo más de cerca, el anciano meneó la cabeza: Su
dictamen fue implacable.
Era el último viaje. O más bien el
penúltimo. Faltaba uno, naturalmente. Yo ya no tenía ni para gasolina. A la
vuelta, vendí el auto y fui a la estación. Saqué dos pasajes para Ingeniero
Williams y llamé a Rebeca, pero no obtuve respuesta. Dos días estuve
telefoneando sin resultado. Fui a su casa, pero la portera sólo me informó,
secamente, de su ausencia y no condescendió a dar más explicación. Me miraba con
desconfianza. Pensé en contactar con la policía y denunciar su desaparición,
pero algo me urgía más: Terminar con eso que me estaba calcinando por dentro. A
la mañana siguiente, tomé el tren hacia Ingeniero Williams.
Hice la mayor parte del viaje dormido. O
abstraído. Al llegar, bajé del vagón con un sentimiento de derrota en mi ánimo.
Como si los fantasmas del pasado me hubiesen obligado a regresar. “¿Y ahora?”,
me pregunté. En la estación no parecía haber nadie más, lo cual me contrarió,
porque charlar dos minutos con el encargado o un viajero cualquiera, me hubiera
servido para serenarme. Para sentir el suelo bajo mis pies.
Me senté en un banco, al sol. Recordé, como
había venido haciendo durante esas últimas semanas, las escenas de veinte años
atrás. Quise razonar que tal vez este regreso era mi expiación. Sin duda, no
estaba preparado para lo que ocurrió a continuación.
De un rincón en penumbra, a mi derecha, a
unos diez u once metros, surgió una voz que no pude dejar de reconocer.
- Te estaba esperando.
Pensé que se trataba de un espectro, pero
el contorno del hombre de quien provenía el sonido parecía muy sólido. No podía
verle el rostro (¿era realmente necesario?). Sólo el gabán, el sombrero, los
zapatos. Las manos enguantadas.
- Te creía muerto – respondí, con un aplomo
que no hubiera supuesto.
- He esperado mucho tiempo –dijo, como si
no me hubiera oído.
- Veinte años – susurré.
- Veinte años – repitió él, como un eco
acusador.
Podría excusarme alegando que lo ocurrido
entonces fue accidental. Que yo no pretendía su ruina ni seducir a su mujer. Y
mucho menos hacerle daño a él, a quien consideraba un buen amigo. Simplemente
ocurrió así. Sólo defendía mis intereses. Eran las reglas. Pero incluso a mí,
tras tanto tiempo, todo eso me sonaba a palabrería sin sentido. Había llegado
la hora de la venganza y yo estaba dispuesto a dejarme matar sin una sola
queja. Me parecía justo.
Fue entonces cuando percibí el perfume.
Miré hacia el rincón. Tras la sombra del hombre, había otra, más pequeña, casi
imposible de ver desde la zona soleada donde yo me encontraba. Y lo comprendí
todo. Sin decir palabra, fijé la vista en el suelo, ante mí. Otro tren acababa
de llegar. Iba en dirección contraria. Nadie bajó. Oí pasos a la derecha.
Cuando miré, en el rincón no había nadie. Por un instante, aún tuve la
esperanza de haber sufrido una alucinación provocada por el sol. Pero al volver
la vista pude ver, como en un destello, un abrigo de mujer desapareciendo en el
interior del vagón. La puerta se cerró y el tren echó a rodar sobre las vías.
La estación quedó desierta. Pronto, el sol se pondría y la noche austral lo
invadiría todo.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-Próxima estación:
FRANCISCO
A. BERRA.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril
Provincial:
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA
PLATA.
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