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ENTRE LO MÁGICO Y LO TERRENAL.

 


*Foto de Susana De Joy.

 

 



 

 

Confesión de un Dios en el presidio*


 La única disculpa de Dios es que no existe

 Friedrich Nietzsche, Ecce homo

 

 Aprendí que, en solitario, cada uno de los individuos de este

 planeta exhala debilidad. Se necesitan unos a los otros para

 poder dominar a otras especies y al duro clima imperante.

 En ocasiones su solidaridad con los miembros más frágiles

 de su comunidad me conmueve y me siento orgulloso de

 haber venido a acompañarlos. Pero en otras se detestan y

 pueden hacerse daño con infinita crueldad. Pueden ser

 afables e ignorantes al mismo tiempo.

 No ignoran que no están solos en el universo. Que hay

 tantos planetas como granos de arena acumulados en las

 playas de este. Pero viven como si el mundo terminara en

 sus narices o en el fondo de sus bolsillos.

 Con sus semejantes tienen una relación dispar. La

 naturaleza de esta gente es la envidia y la desconfianza. Con

 los pueblos vecinos se odian mutuamente, se les va la vida

 pergeñando trampas y engaños. Con estudiada simpatía

 esconden la violencia que los corroe por dentro.

 Sabiendo todo esto cometí un error imperdonable.

 Permití e incluso alenté diferentes religiones, como muestra

 de mi generosidad. Lo hice para que cada grupo se sintiera

 distinto, único en su sabiduría, y me homenajeara a su forma

 y estilo.

Adopté y adapté como propios mitos y supersticiones de

 los pueblos primitivos hasta convertirlos a mi evangelio. De

 ninguna de estas religiones estoy orgulloso, todas me

 defraudaron. Aunque no lo digan abiertamente, algunas han

 terminaron olvidándome. Otras, tengo la certeza que hasta

 llegan a odiarme. Todas me producen asco y vergüenza.

 Asumo que he fracasado en forma terminante porque

 me han usado como bandera para guerrear entre ellos.

 Por protestar me han encarcelado. Dicen que es en mi

 beneficio, para protegerme de mis antiguos fieles. No sé si

 es verdad, pero lo acepto. No sé tampoco como escapar.

 Quizás sea lo mejor y me protejan de mí mismo, mi natural

 bonhomía puede ser perjudicial.

 Lo confieso: soy un pobre Dios olvidado. Pocos libros

 recuerdan mi nombre. Antes, mucho antes, pululaban los

 que hablaban con un ser superior. Ahora no hay quien

 recuerde haber hablado conmigo.

 Ignoro quiénes son mis actuales cancerberos. Soy bien

 tratado, pero he perdido contacto con los pocos en los que

 puedo confiar. Sé que esas son las reglas del juego y las

 acepto. Confío en que mi condena no dure para siempre.

 Tengo la esperanza de recibir otro trato, más adecuado a mi

 investidura. Considero que el castigo fue excesivo y he

 pedido clemencia.

 Desde que llegué a este planeta he intentado que crean

 en mí. No que me veneren ni que me adoren, que son

 formas sutiles de humillarme. Sino que comprendan que lo

 que no ha nacido no puede morir. Que sin semilla no hay

 tallos ni frutos para alimentarnos. Que la casualidad no

 existe, pero que la suerte necesita de la voluntad para poder

 enraizarse.

Recuerdo a esos seres sensibles que miraban al cielo

 buscando hacer conmigo contacto visual. Como si fuera

 posible hacerlo por su propia decisión. Sentí pena por ellos

 porque bloquearon sus espíritus con sus deseos y arrogancia.

 Vivieron en eterna infelicidad.

 Me gustaría que supieran que solo un puñado de

 hombres justos es suficiente para que este o cualquier otro

 planeta pudiera justificar su existencia. Así son las leyes que

 regulan la entropía del universo y deciden el destino de los

 cuerpos celestes. Reconozco que no logré encontrarlos entre

 tanta maldad e indiferencia que reina en esta tierra. Hubo

 quienes afirmaron estar en sintonía sin dar ninguna prueba

 de que esto fuera cierto. Esas personas solo confunden y

 agotan el mensaje que he venido a compartir. Ahora veo,

 desde mi celda celestial, que florecen cada día los profetas

 autoiluminados. Son aquellos que más que convencer a otros

 intentan convencerse a sí mismos de que están en el camino.

 O aún peor, son simples farsantes aprovechándose de la

 debilidad de sus semejantes.

 Pero los justos verdaderos no se destacan a simple vista.

 No sienten la necesidad de ser reconocidos. Si un hombre es

 sabio, lo más sensato para él es ignorarlo. Sentir que tienen

 algo que los demás valoran puede volverlos presas de la

 vanidad.

 Habita en ellos una paz que no parece de este mundo y

 todos a su alrededor se embeben de ese encanto. Es el amor

 lo que les permite navegar en aguas tormentosas con una

 sonrisa. Y ese mismo amor los mantiene humildes ante el

 misterio. Es difícil reconocerlos y su ausencia fue el

 principio de mi derrota.

 No dudo que he sido un dios mediocre. No he estado a

 la altura de las circunstancias. Ni siquiera en mis sueños

pude controlar los acontecimientos.

 Una noche soñé que era un dios malvado. No

 especialmente cruel pero sí malvado. Fue muy perturbador

 porque no sentí ninguna culpa en dejar de ser bueno.

 Durante el sueño temí ser castigado por un ser superior. Me

 desperté de mi letargo divino con la sensación de que me

 estaba volviendo vulnerable. Uno más entre tantos mortales.

 Fue aterrador y sentí un miedo espantoso a la muerte. Mi

 mente astral había sido infectada por la contienda sin fin de

 los humanos. Me resultó insólito e inesperado, pero supe en

 ese momento que estaba perdido.

 Lo que ignoran los habitantes de este planeta, y no tengo

 modo de advertirles, es que cuando un dios es confinado

 por un pueblo al que no logra encauzar, un mesías se

 prepara para entrar en la escena. Deberían haberme tenido

 más paciencia y colaborar en mi cruzada. Porque este

 mensajero de dios tendrá solo una tarea específica para

 cumplir. Va a ser más superficial y, seguramente, más alegre.

 Pero mucho más astuto. No intercambiará golpes ni vanas

 sentencias con sus fieles. No vendrá con nuevas exigencias

 ni impondrá normas de conducta. No le interesarán la ética

 ni las reglas morales. Será un psicópata carente de amor y

 verdaderamente cruel. Predicará con una sonrisa y cara de

 tontuelo. Los llevará dócilmente hasta las puertas del

 infierno. Lo hará en nombre de la ansiada libertad. No

 tendrán oportunidad de rebelarse porque solo se darán

 cuenta cuando no tengan escapatoria.

 Espero no asistir al espectáculo. Ni siquiera un dios

 merece ser castigado tan duramente por haber actuado con

 ingenuidad y tolerancia.

 

*De Jorge Santkosky. jsantkovsky@go.org.ar

-De “Vulnerables” -Ediciones A capela, 2024.

https://edicionesacapela.wordpress.com/2024/09/28/vulnerables/

 

 

 

 

 

 

 

ENTRE LO MÁGICO Y LO TERRENAL.

-De “Vulnerables” cuentos de Jorge Santkosky.

 

 

 

 

 

 

Un náufrago es un náufrago

 

 Javier es un náufrago en tierra firme, pero náufrago al fin. Su

 refugio es el espacio que rodea a la esquina de Brasil y

 Defensa. No le interesa ni visita la zona del Parque Lezama

 que da a la Avenida Alem, mucho menos la bajada a Martín

 García. Solo se siente seguro en la parte alta, lejos de lo que

 antaño sería la costa del río. ¿Siente vértigo de estar al ras del

 agua? ¿Le teme al fantasma de Elisa, la hija del Almirante

 Brown? ¿Nadie le informó que el río se alejó varias cuadras?

 El «mar», la urbe en realidad, que lo expulsó no es otra

 que la ciudad de la furia. La misma cuya primera fundación

 dicen que fue en el lugar en que Javier ha hecho su hogar.

 Hasta que el hambre y la soledad la devoraron. No

 quiero alardear conocimientos que no poseo, pero sospecho

 que no es una paradoja ni una parábola: es pura casualidad.

 No me atrevo a preguntarle por qué eligió este parque

 para vivir. Además, dudo que pueda exponer sus razones

 con claridad. Se ha encerrado en ciertos hábitos de dudosa

 racionalidad, pero presumo de fundados motivos.

 Esa esquina es un lugar privilegiado. Por ahí entran los

 turistas extranjeros, los enamorados, los curiosos, los artistas

 y los artesanos. Desde ahí Javier controla toda la vida del

 parque. Y en esa misma esquina tiene todo lo que necesita.

 De ser necesario, la Iglesia Ortodoxa Rusa lo auxilia con la

 comida. Contundente como a él le gusta decir, no como la

que llevamos nosotros: elaborada con vegetales que lo

 descomponen y que debe descartar a su pesar.

 Que es un náufrago surge evidente los días de intenso

 calor. Esas tardes insoportables donde no le queda más

 remedio que exponerse sin la protección de su campera de

 color incierto. Su torso solo vestido con su remera verde.

 Despojado de su gorro de lana revela una cabellera revuelta

 pero completa. Incluso ha crecido con los años, envidia de

 más de uno que pierde el pelo por el stress. Él mismo tenía

 entradas en su cabeza que hoy ya no se vislumbran.

 La remera verde actúa como una alerta para los vecinos.

 Porque luego del intenso calor llega la lluvia torrencial, de la

 que hay que protegerse. Es bienvenida, se lleva los restos

 que dejan los foráneos. Están de paso, no sienten que el

 parque sea su alma ni su corazón y entonces no lo cuidan.

 La lluvia es tan necesaria como el sol. Indispensable como la

 seguridad, ficticia o real, que da la tierra firme. Porque lo que

 más teme un hombre sin hogar no es a la intemperie. Es al

 abismo, la frontera que, sin tregua ni permiso, se abre bajo

 sus pies.

 

 

 

 

 

 

 

 

Espartaco y sus secuaces

 

 nada hay tan fantástico como creer en la realidad y

 nada se parece tanto a las pesadillas como la vida cotidiana

 

 Cuando los ven venir, visitantes y curiosos los fotografían

 con sus celulares hasta agotar sus baterías.

 Entre todos ellos se destaca el Tracio. No es para menos

 porque le encanta simular poses guerreras con armas de

 fantasía sin pedir dinero a cambio. Los turistas pagarían

 gustosos, emocionados de encontrar a Espartaco caminando

 por San Telmo.

 Él siente que su penuria es pasajera, se sabe miembro de

 una nobleza en desgracia. Pero noble al fin, prefiere

 divertirse con sus penas que andar dando lástima a cambio

 de comida. A su modo es como Javier: un auténtico

 caballero. Su escandaloso aspecto es para tomarlo a risa, muy lejos

 de asustar a los curiosos que andan de paseo.

 Lleva con orgullo una máscara plateada que cubre muy

 bien los ojos y la frente.

 Está recortada prolijamente con sus propias manos.

 Camina con el tranco largo de los jóvenes guerreros. Dando

 saltos, vestido con un pantalón corto de color negro, sin

 remera ni calzado a la vista que lo proteja contra las

 inclemencias del tiempo. Su torso musculoso brilla en la mañana,

bañado en las aceitosas aguas de la fuente del monumento a Pedro de

 Mendoza. Nuestro valiente héroe no corre riesgo de ser

 denunciado por usurpación de identidad o de violencia

 callejera. No es ningún peligro para la comunidad.

 Un poco más tarde lo vemos caminando sobre el falso

 empedrado de la calle Defensa al 1200. Seguido de cerca por

 un colectivo multiétnico compuesto por godos, eslavos,

 griegos, cartagineses, bereberes. Todos seres vulnerables que

 recoge a su paso. Van gritando sus consignas en lenguas

 diferentes, ninguna de ellas comprensible. Siguen a

 Espartaco como si fuera un mesías.

 Van arrastrando un bolsón enorme del que no hay que

 preocuparse porque no contiene pertrechos militares.

 Alberga en su interior cartones y botellas para malvender al

 primer comprador que se les aparezca en el camino. Para

 luego repartirse el botín y tener algo para pasar el día.

 En esos momentos el tránsito se entorpece más de lo

 habitual. Los autos no se atreven a acercarse a un

 multitudinario ejército de esclavos por temor a provocar un

 accidente. Los vecinos miran para otro lado.

 Es mejor no verlos, es mejor no hacerse cargo. Ojos que

 no ven, pobreza que no existe. Mejor es imaginarlos como

 extras de una película de las tantas que se filman en nuestro

 pintoresco barrio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los superhéroes se conocen

 

Lo que más me sorprende del ser humano,

 es que pierde la salud para ganar dinero,

 luego pierde el dinero para recuperar la salud.

 Dalai Lama

 

 No era la ruta habitual en la que vuelan los superhéroes. A

 ellos les gusta mostrarse en lo alto de los barrios

 acomodados. Por eso, el pobre, se desorientó volando por el

 sur de nuestra ciudad. Nos pasa a todos cuando estamos

 preocupados: perdemos la brújula. A nuestro Superman le

 preocupa no encontrar su lugar en el mundo.

 Enfrascado en esos pensamientos pasó bajito sobre el

 parque Lezama y su capa se enredó en la copa de un árbol

 de tipas. El árbol que está más cerca del monumento a

 Pedro de Mendoza. No le quedó otra opción que bajar a la

 tierra para acomodarse el traje. Dicen que siempre ocurre lo

 mejor, puede ser este el caso, porque cayó cerca del banco

 de Miguel, el librero del árbol. Un superhéroe urbano, pero

 de bajo perfil que lo auxilió sin pedir nada a cambio. Los

 corazones de los superhéroes se conocen al instante. El

 superpoder del librero es que sabe qué libro necesita cada

 uno para sanar su alma. Al mejor estilo de lo que propone

 Umberto Eco: su biblioteca como su farmacia.

 Miguel siempre tiene una anécdota para entretener a sus

 clientes. Ahora va a tener una más, la de compartir sus

tardes de verano con Superman en el Parque Lezama.

 Supo tener una librería de libros usados muy concurrida,

 pero en una de las tantas crisis que padecimos no pudo

 sostener el valor del alquiler. Mucho no le preocupó porque

 su único deseo es poder estar tranquilo y leer. Para

 completar su magra jubilación vende algunos libros que le

 justifiquen el jornal. No tiene más gastos que el café con

 medialunas que se toma antes de volver a su casa. No

 pretende otra cosa. Otros sacrifican su vida para poder

 hacerlo algún día. Miguel hace lo que le gusta y lo hace

 ahora. Vive el presente, no espera el mañana.

 Es cierto que, con la invasión de mosquitos en este

 verano, se le complica la ecuación económica porque los

 comerciantes se abusan con el precio del repelente. Pero

 esto tiene arreglo: tiene que vender más libros por día para

 justificar el jornal. La mayor parte del tiempo lo pasa fresco bajo los

 árboles. Conversando con los vecinos que se detienen a ver

 sus libros. O con Javier que está a unos bancos de distancia.

 Se han hecho muy amigos y de paso se organizan para

 cuidarse las cosas cuando uno de ellos tiene que alejarse de

 sus cosas. Miguel, de sus libros bien acomodados en el piso;

 Javier, de sus bártulos.

 Algunos turistas lo ignoran y pasan de largo, pero a

 Miguel ese desinterés solo le motiva una sonrisa. No saben

 lo que se pierden. En el parque está mejor que en su casa

 porque su techo es muy bajo y el del parque es el cielo.

 Otros se jactan de sus patios y jardines, el de Miguel es todo

 el frondoso arbolado y lo disfruta.

 Su postura de lector concentrado, ajena a todo lo que

 ocurre alrededor, contagia a los paseantes. Como vende

barato y sabe mucho de literatura ha hecho una fiel clientela

 en nuestro barrio de artistas y bohemios solitarios.

 Al que se acerca a sus libros le propone que lo pueden

 levantar sin compromiso para hojearlos, incluso les propone

 sentarte junto a él para compartir su lectura sin siquiera

 comprarlos.

 Superman y Miguel se sintieron cercanos desde el primer

 momento. Superman se acomodó en el banco y aprovechó

 para arreglar su vestimenta. Miguel le prestó aguja e hilo

 para que remiende su capa. Le informó los horarios en que

 puede usar el baño del Museo Nacional para sus

 necesidades. Si lo desea, de noche puede levantar vuelo y

 dormir en la copa de los árboles, junto a los duendes. Se

 sabe que son incansables bromistas, pero Miguel asegura que

 lo van a respetar. A Superman le agradó el modo relajado de ganarse

la vida de nuestro librero del árbol. Así recuerda que era en su

 añorado planeta, la gente no acumulaba, solo vivía el

 presente. Al que no puede volver porque ya no existe. Pensó

 que si los habitantes de esa zona tienen esa filosofía de vida

 encontró un lugar donde sentirse a gusto.

 Conocedor del alma humana como pocos, Miguel le dio

 un consejo: que la gente crea que es un hombre disfrazado

 de Superman. No que es el Superman verdadero. Así le

 darán propinas por sacarse fotos con él. Y no lo van a

 molestar con preguntas incómodas.

 Lo único que tiene que hacer nuestro superhéroe es

 acercase a los grupos esperando que detecten su presencia.

 Hay muchos en el verano, compartiendo sus historias de

 vida. No ofrecer nada, solo decirles que le encanta

 observarlos porque cree que la amistad es lo único

 importante en esta vida. Contarles que el planeta de donde

viene explotó hace siglos. Eso despierta una sonrisa

 cómplice porque todos entienden a qué se refiere. Y que de

 tanto luchar contra los malos perdió las ganas de volar. Solo

 conserva la capa colorada y la usa, aunque haga un calor

 sofocante. No pedirles dinero, a la gente nunca le sobra la

 plata. Pocas veces fallará, siempre alguno juntará unos pesos

 para ayudarlo a cambio de una foto.

 Cuando cae el sol Miguel se va a su casa. Con su

 changuito y sus bolsos llenos de los libros que no pudo

 vender. Superman se queda solo y no tiene a nadie con

 quien hablar. Con el poco dinero que juntó espera poder

 pagarse una pieza en alguna pensión del barrio. En lo

 posible prefiere no dormir a la intemperie. No le gusta

 madrugar y, allá arriba, no tiene intimidad cuando sale el sol.

 Vivir en la calle es muy deprimente, afecta la autoestima de

 cualquier superhéroe.

 Dicen los extranjeros, cuando conocen nuestras

 costumbres, que los que vivimos aquí somos artistas de la

 supervivencia. La prueba de ello es lo que les cuesta el día a

 día a nuestros superhéroes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pablo, su máquina de escribir

 y Tom Hanks

 

 El que acaricia a un animal dormido.

 El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.

 El que agradece que en la tierra haya Stevenson.

 El que prefiere que los otros tengan razón.

 Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

 Jorge Luis Borges

 

 Cada tanto recuerda el viejo y sabio arte de narrar. Que

 escribir es su pasión y que lo necesita para mantenerse vivo.

 Dice de sí mismo que es un escritor fracasado. Decirlo

 despierta la curiosidad de sus ocasionales compañeros.

 Reconoce que su ortografía es mediocre y que un gnomo

 malvado le roba las tildes. No dispone de biblioteca ni

 diccionarios para consultar. Es consciente de que necesita

 lectores lo suficientemente apasionados para comprenderlo

 y hacerlo conocido. No ignora que el autobombo no

 funciona, espera algún día ser descubierto por algún cazador

 de talentos. Sería mejor estando vivo, aunque sabe que es

 más fácil reivindicar a un muerto. Pactó varias veces con el

 diablo, eso debería alcanzar para cierta fama literaria.

 Después de todo rara vez un artista tiene un currículum

 impecable. Lamentablemente mucho de lo que escribió se

 perdió en sus periódicas mudanzas, se lo llevó el viento o se

 mojó con la lluvia.

Su lugar para escribir son las mesas de cemento que hay

 en el parque. No tiene cuadernos nuevos, un lujo para quien

 casi siempre está en la mala. Cuando está en la buena se

 gasta la guita en cualquier cosa, ahorrar para el día de

 mañana no es lo suyo. Entonces cualquier papel escrito de

 un solo lado que encuentre por ahí le viene bien.

 Nunca se lo ve solo, siempre habrá otra alma solitaria

 que lo acompaña. En general son varias, a los homeless no

 les gusta andar en soledad. Cuando tiene algo que contar

 este será su público. Es amable, educado y popular entre las

 personas de su condición. Pero su pasión no son las

 personas. Pablo dice que el verdadero dios tiene la forma de

 un animal, no la de un ser humano. Por los perros tiene

 debilidad, dice que tienen ojos humanos. Son trasparentes,

 no dan lugar a engaño. Si alguno se le acerca le dice mi

 amor, mi vida o cosas parecidas. Si una mujer es la dueña y

 cree que es un piropo para ella refunfuña para sus adentros.

 Se dice a sí mismo: «le dije a los perros no a la dueña».

 Su estado es tan calamitoso que si pide cigarrillos

 siempre algún comedido lo aconseja que se cuide porque así

 se va a morir. Orgulloso responde: «es un desperdicio entregar un

 cuerpo sano a la naturaleza, de mal gusto prolongar

 artificialmente la vida. Mal o bien he hecho mi parte. Es

 hora de irse».

 Hace unos días se lo veía vestido con un saco a cuadros

 que parecía haber gozado mejor vida. Sumado a los anteojos

 oscuros, bermudas y sandalias ofrecía un aspecto extraño. Es

 lo que debía de tener para vestir, haga frío o calor.

 Seguramente el resto del vestuario lo perdió vaya a saber

 dónde. Lo que también perdió es la Olivetti Lettera verde

 oscura. Ahora solo le queda escribir a mano. Vendió la

 máquina en la cual escribió numerosas historias que escuchó

 de la boca de sus amigos del parque.

 Espero que el dinero obtenido le haya servido para para

 pagar deudas, que en casos como el de Pablo equivale a

 salvar la vida. Perder su máquina fue en una de tantas

 ocasiones en que sintió haber perdido el norte.

 Cuenta, si le preguntan, que la vendió a un ropavejero de

 la calle Defensa. No fue una compra ingenua, el comerciante

 tenía asegurada su venta con una buena ganancia, sabe que

 cada tanto viene un enviado de Tom Hanks a comprarlas.

 El conocido actor las colecciona y las preserva de que se

 conviertan en chatarra. Es su granito de arena para cuidar el

 medio ambiente. Lujos que se dan en Hollywood. Cuando se

 siente atraído por alguna de ellas la usa para escribir sus

 relatos. Está convencido que las máquinas tienen vida propia

 y almacenan en su memoria los hechos de los que han sido

 testigos. Se conecta con esas anécdotas, cuanto más

 truculentas mejor. Así cualquiera escribe pienso yo, pero a

 quien le importa lo que yo opine.

 Si esto es cierto, la máquina de escribir se llevó los

 relatos de las aventuras de Juanchi. Juanchi es un beagle, con

 cara de anciano sabio curtido por la vida, que se siente a

 gusto con los vagos del parque. Él mismo es un perro

 rescatado que ha vivido en la calle. A veces camina con la

 pata trasera derecha levantada porque tiene una artritis

 incurable. Algo que afecta a todos los de su raza.

 Cuando detecta seres vulnerables Juanchi corre a

 saludarlos y ellos les abren sus corazones. No los juzga por

 las apariencias ni por los actos, sabe que detrás de una

 persona que no se ajusta a la moral imperante puede haber

un hombre justo. Es un perro con la disposición a

 contemplar de un gato. Un perro capaz de prestar sus ojos y

 sus oídos a la tragedia humana.

 De haber sabido que necesitaba vender su máquina de

 escribir yo se la hubiera comprado, no sé para qué, pero lo

 habría hecho. Igual ya es tarde para reclamos. Al menos

 ahora sé que ciertas anécdotas que han ocurrido en Lezama

 lograrán cierta fama. Aunque escritas en inglés y situadas en

 el Central Park. De las que Juanchi fue testigo y compartió

 con su amigo Pablo. No es tan grave el cambio de escenario,

 después de todo, nuestro beagle no tiene por qué enterarse.

 Es un engreído y le molestaría que escriban sobre su vida sin

 su permiso. Estoy tranquilo porque no creo que Pablo sea tan tonto

 y se lo diga.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Desaparece al atardecer

 

 La vida no es más que un sueño, pero no me despierten

 Proverbio judío

 

 Se la ve envejecida, su rostro está en armonía con una ropa

 qué extraña épocas mejores. Es una mujer menuda de la

 edad indefinida que imprime la pobreza.

 Da la impresión de que no está preparada para enfrentar

 la vida nómade. Atardece, en un rato va a estar más oscuro

 que otros días porque hay luces que no funcionan. Se roban

 los cables, el cobre lo pagan muy bien en el mercado negro.

 Y el municipio tarda en reponer la iluminación en el sur de

 la ciudad.

 Cuando me acerco, ella me mira y sin que yo emita

 sonido alguno, me sonríe, se tapa con una colcha

 descolorida, se da media vuelta en el banco donde descansa

 y me promete: ¡me voy hasta que el mundo se arregle!

 Me gusta como sonríe, me gustaría ayudarla, pero nada

 puedo decir más que la verdad:

 —¡Esto no va a pasar nunca ¡¡El mundo no se va a

 arreglar por arte de magia!

 —¡La vida es cruel, solo a veces hay momentos de paz!

 Ella me responde:

 —El batir de las alas de una mariposa entre nosotros en

 alguna otra parte produce un terremoto.

Perplejo, sigo paseando mientras trato de entender el

 mensaje. A los pocos minutos vuelvo al mismo lugar, pero la

 mujer ya no está acostada en el banco ni tampoco se la ve

 por los alrededores. Es raro, en su estado no podía

 desaparecer tan rápidamente de mi vista.

 Pregunto a los otros vecinos que andan merodeando si

 saben algo, pero nadie sabe responderme. Si lo saben no lo

 van a decir, no quieren ser cómplices ni testigos.

 Quizás para los demás era invisible y solo esperaba a

 manifestarse ante mi presencia.

 No me atrevo a repetir lo que escuché a los vecinos por

 temor de que me tomen por loco. Por dar crédito a lo que

 dice una mujer en situación de calle pretendiendo ser una

 iluminada. Temo que nunca vaya a volver si cumple su promesa. 

Me sentiría culpable de no haber hecho nada por evitarlo. Podría

 haber esbozado alguna frase esperanzadora en lugar de ser

 tan sentencioso. Como hago con Javier, le sigo la corriente y

 nunca le doy malas noticias. En cambio, emití una respuesta

 simple sin ver los matices de la situación.

 Ahora solo queda esperar que haya sido una broma de

 mal gusto de algún duendecillo travieso que se transformó

 en mujer vulnerable al verme pasar.

 Hay duendes que son capaces de cualquier cosa con tal

 de hacer sufrir a la gente y, para colmo, a menudo salen

 ilesos.

 

 

 

 

 

 

 

La duendóloga

 

 De lejos parece una de las tantas vendedoras que entran al

 parque con valijas o bolsas repletas de paquetes para vender

 los fines de semana.

 La distingue la elección del lugar donde arma su

 improvisado puesto. Lo elige bajo los árboles bajitos cuyas

 ramas se abrazan formando una cúpula. Confía en que los

 duendes bajarán, ese día, a hacer contacto. Busca que haya

 hongos silvestres, es la señal de que andan cerca. Afirma que

 en esas condiciones aparece un portal a otra dimensión. Y

 un reparo ante las malas vibraciones.

 La experta en duendes es brasilera y dice llamarse María

 Luz. Su nombre artístico está muy bien elegido, promete

 espiritualidad. Se hace entender con su portugués

 castellanizado, un decir musical le da un aire místico que

 predispone a escucharla. Y le gusta ayudar, no solo viene a

 hacer dinero.

 Antes de abrir las cajas con los duendes que ella misma

 confecciona, realiza una ofrenda a sus seres amados. Cuelga

 manzanas rojas de las ramas del árbol para que los duendes

 absorban su energía. Las ofrendas pueden también ser un

 chocolate o cigarrillos. Es lo que esperan para comenzar sus

 travesuras.

 Sin ruborizarse cuenta que llega a ver cientos de duendes

 vagar a su alrededor. Emiten un raro silbido, penetrante y

fuerte que solo ella escucha. En realidad, no solo ella,

 también Javier los escucha, pero no les da importancia, él

 prefiere interactuar con las palomas.

 Me cuenta que son pequeños e inquietos, de solo 30 cm

 de alto y orejas alargadas.

 Y en el caso de verlos aconseja no mirar fijos a sus ojos

 azules. Encandilan y pueden hipnotizar a los curiosos con

 resultados inesperados. Pero a ella la respetan y posan

 coquetos para que confeccione los muñecos a su imagen y

 semejanza. Su negocio no es venderlos como adornos o juguetes.

 Media con los duendes para ayudar a las personas. Aunque

 traviesos y, por momentos, malhumorados, son sabios y

 prudentes para dar consejos. Lo hace por una colaboración

 voluntaria, siente que su destino es lograr una armónica

 convivencia entre duendecillos y seres humanos. Que tengan

 mejor prensa y que no se les tenga miedo. Dice que traen

 bienestar material y que hay que tener en cuenta que cada

 vez van a aparecer más, por el cambio de vibración que vive

 el mundo. Para quien duda sobre la existencia de los duendes ella

 tiene buenas respuestas:

 «Para verlos tenés que alzar la vista hacia la copa de los

 árboles que es donde andan a sus anchas haciendo tropelías.

 Se esconden en la frondosidad de la vegetación».

 «Desde el suelo no se distingue un duende de un pájaro.

 Si no reconocés la especie es muy probable que sea un

 duende. Tienen esa capacidad: de lejos parecer aves. Es un

 pacto que han hecho otras especies y que les permite pasar

 desapercibidos cuando lo desean».

 «Las personas no pueden imaginar que cuando los

 duendes toman agua, de tan inquietos, se le caen gotas de

sus cuencos. Dicen que son árboles que lloran, pero es una

 señal de que hay duendes viviendo en las alturas».

 «Los duendes vinieron en los barcos de la conquista y se

 quedaron a vivir en el parque».

 Ante la pregunta de si hay duendes benévolos y duendes

 malvados ella responde:

 «Un águila es amenazante para su presa, pero nosotros

 no dejamos de admirarlos. Los duendes son lo que son,

 buenos o malos según desde el lugar donde se los mire».

 Desde ese día dejé de mirar para abajo. Busco a los

 duendes en las alturas. Confieso que nunca divisé a ninguno,

 pero hay un abanico de verdes allá arriba que me deslumbró.

 Sin darme cuenta comencé a prestar más atención al cielo,

 que, según Pitágoras, es para lo que vino el hombre a la

 tierra. No, como creen todos, para encontrar el amor,

 hacerse rico, ejercer un poder o dejar huellas en la arena del

 tiempo. Solo prestar atención al cielo es nuestro destino.

 Los sábados y los domingos vuelvo al parque con la

 esperanza de encontrarla y agradecerle el camino que abrió

 en mi mente. Confío en verla bajo los mismos árboles que

 ella definió como su portal. Como no la he encontrado hasta

 ahora, me pregunto, si ese portal también le sirvió para

 viajar al país de la gente pequeña. El mágico mundo con el

 que soñó desde niña.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El secreto de Javier

 

Dice el Talmud que hay cosas que se pueden contar a muchos,

otras a pocas personas y otras que a nadie.

Agrega Clarice Lispector que hay cosas que no quiere contarse ni a ella

misma. Aunque no se perciba a primera vista, Javier y Pedro

conviven en una curiosa armonía. A ellos no los amedrenta

la lluvia ni mucho menos los altera la niebla. Javier se fastidia

si hay una gran tormenta. A Pedro de Mendoza nada afecta

su serena presencia.

Javier escribe con prolijidad, en una libreta naranja de

tapa dura, sus diálogos con Pedro. En cambio, Pedro no

puede siquiera tener una hoja de papel abierta entre sus

manos. Pedro está firme con su cabeza erguida apuntando su

mirada hacia el horizonte. Sin importarle los curiosos que se

agolpan alrededor de la fuente.

En cambio, Javier, en ciertos momentos, baja la testa.

Recostado entre bolsas de nylon negras y botellas vacías de

lavandina. Sentado en el banco de madera perpendicular a

los aposentos de Pedro, aunque parezca dormido, Javier está

despierto. Cuando Javier ve algún conocido, levanta su mano

derecha y sonríe. Sonreír es algo que nunca puede hacer

Pedro. Su mano derecha solo la usa para clavar la espada en

el piso. Las palomas se posan en los hombros de Pedro para

sentirse seguras, saben que allá en lo alto nadie puede

molestarlas. No les importa que su anfitrión las ignore. Para

comer prefieren a Javier y que nadie crea que son meras

migas de pan duro.

Ambos viven a la espera de la llegada de la noche, con el

único fin de poder conversar sin que nadie los observe.

Ninguno de los dos quiere que los tomen por locos y los

encierren. Se cuidan de los chismes de la gente que habla

por hablar y que no tiene nada más interesante para decir.

Lo único que teme Javier es que lo secuestren para llevarlo al

refugio para indigentes. Antes prefiere quedar rígido como

Pedro, su confidente y compañero.

Pedro de Mendoza confesó, en unas de esas noches

solitarias, que el monumento en el que vivirá por siempre es

una broma macabra. Ni en sueños pensó en fundar una

ciudad, mucho menos, imaginó su inmortalidad. Vino hasta

estas pampas a buscar una cura para la sífilis que se contagió

en el saqueo de Roma. Reconoce que venir a morir a estas

tierras resultó un merecido castigo. Nunca pretendió ser un

hombre justo, solo quería que dios perdonara sus pecados

de lujuria. Menos aún comprende la razón de una india a su

espalda, que lo acompañará por toda la eternidad. Una ironía

de mal gusto. Fueron los querandíes los que sitiaron,

mataron a su sobrino y privaron de alimentos a su gente.

Tanto es así que los invasores terminaron comiéndose entre

ellos como perros hambrientos.

Javier le dijo que se guarde ese oscuro secreto. A la gente

no le interesa la verdad histórica. A los turistas les encanta

sacarse fotos frente a la imponente estatua de un visionario.

Nunca lo harían frente a un hombre enfermo, enojado con

la vida y con la muerte.

Mejor es mantenerse callado, aunque duela. Fue el sabio

consejo que Pedro escuchó esa noche de su fiel escudero.

Javier no quiere que se sepa que tiene el poder de

comunicarse con los muertos. Su libertad y la paz en que

vive estarían en peligro. Lo acosarían todos aquellos que

tienen temas pendientes con sus deudos. Ni qué hablar de

los periodistas y los lunáticos. Vendrían los políticos

buscando el apoyo de sus próceres. Nada bueno se puede

esperar de su avaricia.

Para evitar sospechas, Javier se muda cerca del

monumento a la Loba Romana. Sus almas se entienden y se

protegen. Nadie se atreve con ellos si están juntos. A ella

basta mirarla a los ojos para saber de su bravura; tiene la

sonrisa de una hiena con las orejas recortadas como un

pitbull. Javier es un ahijado más, como lo son Rómulo y

Remo. Es mucho lo que tienen en común. No se puede

afirmar que sean almas gemelas, pero sí que son

complementarias.

Mientras la loba Luperca da de mamar con sus ocho

ubres hinchadas a reventar, conversan de amores y rencores.

Ambos detestan a los borrachos y a los pendencieros. Javier

repite que él no es como ellos. Es su mantra para que no lo

confundan con los vagos del parque. La loba recuerda que

en sus tiempos abundaban los hombres que no respetaban

ninguna ley. Cuando encontró a los mellizos fue más

empática que los humanos y les dio de mamar para que no

murieran de hambre. Cuando crecieron, sus vástagos

postizos no hicieron honor a su legado y se convirtieron en

unos vándalos sin remedio.

Javier no necesita moverse, ha logrado que el mundo

gire a su alrededor. Ella no puede hacerlo. Está inmóvil tras

la reja del monumento. Imposible saltarla salvo en su

imaginación. Javier tiene un curioso don: sabe si un perro

está sonriendo. La sonrisa de un perro es algo muy sutil que

solo un alma como la de Javier puede reconocer. Los perros

apenas entran al parque corren a saludarlo. Él sabe sus

nombres, uno por uno. Ignora el de las personas, pero nunca

olvida el nombre de un perro.

Los perros también aman a la loba, aunque nunca la

miran a los ojos. Así son las reglas entre ellos, mirarse de

frente se considera un desafío. Ninguno se siente a la altura

para eso. La loba no comprende a los que predican la palabra de

Dios. No eran tan fanáticos los sacerdotes en sus tiempos.

Aún el hombre no había tenido la extraña teoría de que hay

solo un Dios en el universo. Los dioses eran falibles, casi

humanos. Nadie daría la vida por ellos.

Javier insiste en que ahora los religiosos vienen a

meternos en problemas. Es justo decir que los predicadores

ignoran a Javier. Saben que no necesita de su sermón.

En cambio, Teresa se interesa en Javier. Ella se mantiene

milagrosamente en equilibrio. Un tanto inclinada hacia su

derecha. En la mano sostiene un rosario. Es una pena que

esté de espaldas al sur de la ciudad, donde están los más

pobres entre los pobres, los que más necesitan de su auxilio.

Habita uno de los pocos lugares diáfanos del parque.

Una terraza seca, sin árboles ni fuentes, con un balcón desde

donde se ve la parte baja del parque y rejas de hierro que la

separan de los fondos del Museo Histórico Nacional.

No hay siquiera una pequeña placa recordatoria que

explique el motivo de su presencia entre nosotros. La

escultura está apoyada sobre un pedestal sin protección ante

las inclemencias del tiempo y la consabida barbarie de los

humanos.

Teresa es una más de los seres vulnerables que habitan

en el parque, Javier se siente hermanado en su desgracia y la

contiene. Con una rama seca y mucha paciencia, limpia las

telarañas que se acumulan en el cuerpo de la santa mientras

se queja del pobre estado de la escultura.

En la noche, cuando quedan en soledad, Javier le tiende

su mano para que pueda bajarse a estirar las piernas. A ella le

cuesta mucho relajarse, de tanto tiempo de estar inmóvil.

Cuando se recupera, juntos caminan como lo hacen dos

viejos amigos que se encuentran después de mucho tiempo.

Muy cerca un cuerpo del otro, para no dejarse caer. Santa

Teresa de Calcuta está vestida con una túnica raída. De

Javier ya sabemos su vestimenta.

Ella disfruta de la voz dulce y cantarina de Javier.

Mientras él se sumerge en su alma limpia para compensar

tanta basura que se acumula en el parque. Después de

caminar juntos un par de horas Teresa se acerca al rostro de

Javier y se despide con un suave beso en la mejilla. Luego él

vuelve a su banco y ella lentamente camina a su humilde

morada. Es el secreto que le permite a Javier comenzar cada

mañana con una sonrisa.

 

 

  

 

 

 

Lezama

 

El parque se ha metido muy hondo en mi vida, nada de lo

que ocurre en su interior me es ajeno. Puede parecer que yo

quiero rescatarlo, pero es él quien me ha rescatado. No hay

día que no me ofrezca nuevos motivos para el asombro.

Apenas pongo un pie adentro mis ojos se pierden en el

paisaje. Sea en los árboles, en los pájaros o en los variados

personajes que lo visitan.

El parque me enamora, me dice cosas al oído,

me conmueve, reclama mi atención. Cuando estamos juntos,

respiramos en armonía. El parque es mi segunda piel.

Entrar al parque Lezama es como entrar en un sueño.

Me regala todas las mañanas alguna revelación. Otras veces

me pide que lo cuide. Cuando es así, siento en mi cuerpo el

peligro circundante. Por eso, en ciertas ocasiones es una

pesadilla. Se de buena fuente que nada que lo habite está

libre de ser dañado. Ni los monumentos, ni los postes de luz,

ni los animales, ni los árboles ni la gente. Pero el parque se

repone, resistente como nadie nunca supo serlo. Aunque su

recuperación es despareja y arbitraria: una y otra vez vuelven

a repintar el templete griego pero las estatuas de Diana

Fugitiva, Palas Atenea, La Vid, El Invierno y La Primavera

las pasan por alto, están sucias y se siguen arruinando. Y las

que se llevan a reparar nunca vuelven ni se sabe su paradero.

Reponen a Rómulo y Remo, pero ya no están hechos de

bronce, los bebes inmortales ahora son de vulgar yeso

pintado. Hay más ejemplos, pero con esos basta.

El público se renueva. Los visitantes traen diferentes

objetivos, siempre legítimos. Están en su derecho. Para

algunos es un mercado donde ganarse el sustento y vienen a

hacer su comercio. Para los más vulnerables un hogar

temporario. Los privilegiados lo aprovechan como espacio

de ocio y esparcimiento. A los enamorados les basta con un

espacio diminuto bajo la sombra de un árbol. Pero hablar de

ellos sin pedirles permiso está lejos de mi interés. Prefiero

poner el ojo en los seres mágicos que pueblan Lezama. Que

los hay y no se ofenden, aprecian la efímera fama que puedo

brindarles en estos textos. Los seres irreales son cualquier

cosa menos vulgares e inocentes. Este es su único destino

posible y bien que lo saben. No hay día que con sus actos no

atrapen mi atención. Son indispensables, la argamasa que

sostiene la leyenda.

Algunos de estos seres, que son de carne y hueso,

caminan a dos aguas entre lo terrenal y lo mágico. Su mayor

exponente es Javier. Habita en el punto más alto del parque.

Donde se encuentran las calles Defensa y Brasil. De entrada,

el visitante no lo nota, pero por donde vaya va a tener que ir

bajando y si debe volver al punto de partida lo va a sentir en

sus piernas pesadas.

En ese lugar, junto al monumento a Pedro de Mendoza,

Javier tiene su santuario. Es un secreto, no es fácil darse

cuenta de que sus latidos uniformes y acompasados regulan

los acontecimientos del parque.

Con el pulgar de la mano derecha levantado sostiene al

mundo. Al menos al mundo conocido. Si está para arriba

acompañado de una sonrisa es que uno es bendecido por la

vida. Es un día que merece ser vivido. Por eso cuando algún

amigo está sumido en la autocompasión le pido que me

acompañe para verlo. Su solo saludo y la alegría de su rostro

es un bálsamo suficiente contra la furia.

Se dice que Javier sabe disfrutar de no hacer nada. La

verdad es que ignoro si esto que se dice es verdadero. Hay

momentos en que está activo. En otros parece dormir un

sueño eterno para nunca despertar. Si esto ocurre me acerco

a ver si respira. No me avergüenza decir que tengo miedo de

un día no encontrarlo. Y que el parque se quede a la deriva.

Sin defensa contra los que odian sin pausa ni descanso.

Porque no saben qué hacer con su vida. Esas almas en pena

que pasan por el parque son las que Javier espanta, con su

mano izquierda, para que no hagan daño.

 

 

 

 

 

**

 

-Textos de “Vulnerables” -Ediciones A capela, 2024.

Libro digital con descarga gratuita

https://edicionesacapela.wordpress.com/2024/09/28/vulnerables/

 

 

 

 

 

Jorge Santkosky.

 

Nació en la ciudad de Bahía Blanca en el año 1957.

Desde los 18 años vive en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

 Estudió Matemática en la Universidad de Buenos Aires.

 Trabaja en el tema residuos tecnológicos. Fue presidente durante 8

años de la Asociación Argentina del Juego de Go.

 Sus libros de poesía publicados son: Revelaciones (Huesos de

 Jibia, 2010), Revelaciones acerca de otras criaturas (Huesos de

 Jibia, 2011), Breves (Colectivo Semilla, 2013), El sonido de la

 atención (Huesos de Jibia, 2014), La incomodidad (Huesos de

 Jibia, 2015) y El después es ahora (A capela, 2021).

 Es autor del libro de relatos Diario de un cuentenik (Leviatán,

 2020 y A capela, 2023).

 -Mantiene el blog http://otrascriaturas.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/


 

 

 

Reparar al mundo*

 

Por esas cosas del azar que determinan la vida más de lo que creemos

llegó cuando la película estaba iniciada. Ya ni recuerda el nombre de la

película. Fue arriba del renacido Midland. En ese tren había un vagón

para brindar cine. Falto de cultura cinéfila sólo reconoció al actor que

representa al papel de un profesor de religión al que ve escribir en un

pizarrón “Tikkun Olam”. El hombre que viajaba con un cuadernito a

mano, anota: dice Richard Gere que significa “Reparar al mundo”.

Hamacado en el movimiento del tren el hombre se duerme. Sueña que

arma los pedazos de su vida en un relato amable, en una ficción

tolerable, escucha su voz diciendo que esa es la única reparación

posible. Al despertar, la película ha concluido, mira su anotador donde

encuentra escritas dos frases más:

 “reunir fragmentos”

 “amar las cosas de nuevo”

¿Cómo se logra eso? -se preguntó.

¿Cómo se hace para reunir esos pedazos en los que su vida trascurre

estallada?

¿Cómo se hace para amar las cosas de nuevo?

¿Será insistir reparando en sueños?

 

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

-Próxima estación:

FRANCISCO A. BERRA.

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

ESTACIÓN GOYENECHE.   

 

GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

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ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.   

 

J. R. MORENO.   

 

 EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

LISANDRO OLMOS.

 

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InventivaSocial

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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

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