Al Doctor
Enrique no le gustaban mis monólogos existenciales. Por momentos parecía perder
la paciencia: “Te atiendo porque sos un hijo y nieto de polacos pero no me digas
más boludeces...” de tanto en tanto remataba su enojo con algo sacado de su
manual de frases hechas "hacete cargo de tu vida".
Yo era el
segundo paciente de la jornada. El primero -Marcelo- subía con el doctor en
Puente Alsina. En la estación Libertad bajaba Marcelo y subía yo, nos conocíamos
de vista. A veces intercambiábamos breves comentarios como forma de saludo.
Marcelo era
un tipo con ojitos chiquitos hundidos en el miedo. Una vez me preguntó: ¿Cuál es
tu tema?
-La
reparación... Dije sin pensar, como me salió.
Y el tuyo?
-Pregunté
-El
acompañamiento… -Respondió mientras se perdía entre la gente que estaba en el
andén.
Mi sesión
duraba hasta Enrique Fynn. Eran 45 minutos.
En Fynn me
bajaba y no subía ningún paciente. Aprovechaba el resto del día para ir a
visitar la chacra de mi tío que vivía entre patos y gallinas pero se consideraba
un inventor.
Para mi el
doctor era un loco chiflado pero socialmente era considerado como una eminencia
a la que le estaban permitidas esas excentricidades como atender arriba de un
tren.
A mi me ganó
como paciente aquel día en el que le conté que quería escribir una novela a
partir del tío chacarero e inventor aficionado. Su obsesión era diseñar todos
los aparatos imaginables a cuerda, con mecanismos y engranajes parecidos a los
de relojería para evitar usar electricidad. "Cuando la electricidad no pueda
pagarse se van a acordar de mis inventos" Se
justificaba.
Sin mediar
palabra, Enrique se paro y fue caminando como un robot o más bien como una
marioneta por el pasillo del vagón. Cuando se volvió a sentar frente a mí dijo:
"No te olvides de incluir un psiquiatra a
cuerda"
Aquella risa
compartida me convirtió en un paciente feliz y al tiempo en alguien cercano con
quien se permitió hablar de él mismo.
A los 17 años
-recién ingresado a la carrera de medicina- trabajó en el prostíbulo de una
famosa Madame.
-Eran chicas
polacas bellísimas -dice con sus ojos tirando chispas- Enrique les enseñaba
francés. Ellas le enseñaban a amar. Años después declaró en un reportaje que fue
"instructor
de modales en un quilombo”. Allí
conoció a AGNIESZKA,
que además de bella era “Ani, aquella ternura que no se olvida y el paso del
tiempo acrecienta más y más”.
Era como un
hada adivina que predijo su futuro de especialista
reconocido.
Del lupanar
se fue cuando contrajo una neumonía.
“La locura es
como la muerte pero reversible” Esa idea lo sacó de la medicina y lo llevo a la
psiquiatría.
En un
anotador tenía los horarios del Midland e intercalados cuales eran los pacientes
que atendía. Ahí supe que el doctor atendía 9 o 10 pacientes en cada viaje y que
su jornada terminaba en Carhue.
Guarde como
recuerdo una hoja de uno de sus días de atención de pacientes con el detalle de
estaciones en las que subían. Cuanto tiempo duraba la atención. En cual estación
debían bajar. Enrique sabía que los horarios del Midland eran de una puntualidad
inglesa por eso podía confiar la duración de las sesiones al tiempo estipulado
de viaje entre una estación y otra.
Marcelo, de
Puente Alsina a Libertad. Duración sesión: 45 min.
Kalman, de
Libertad a Enrique Fynn. Casi 45 min.
Azucena, de
González Risos a San Sebastián. 50 min.
Alejandra, de
San Sebastián a Baudrix. Son 60 minutos
Javier, de
Baudrix a Morea. 50 min.
Alberto, de
Morea a Corbett. 55 min.
Eduardo, de
Ordoqui a María Lucila. 45 min.
Lucía, de
Henderson Hasta Andant. 55 minutos.
Haydée, de
Andant a Casbas 40 min.
Miguel, de
San Fermín a Carhué. Son 50 minutos.
En Carhue
tenía una amante pelirroja que había sido primero su paciente con la que cenaba
y compartía lecho en el hotel.
Una vez,
cuando estaba por bajar en Enrique Fynn me tomo del brazo para
dejar al aire un deseo:
-Cuidame
al pueblo de mi otro yo que cuando me retire voy a comprar allí un campito.
Quiero vivir tranquilo pero cerca de Buenos Aires. Estoy cansado de la
gente.
Seré domador de caballos.
*De Urbano Powell & Eduardo Coiro.
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