*Foto: A quien corresponda.
La gente de antes no hablaba mucho o casi
nada de su vida pasada, estaba demasiado ocupada en vivir el día a día. A mi
edad ya soy parte de la gente de antes, de aquellos que están “más cerca del
arpa que de la guitarra”. Aunque los hechos tal cual ocurrieron son imposibles
de reconstruir para mí. Siempre quise saber porque llegamos con mis padres
desde Tucumán a Elías Romero.
Ya no hay testigos vivos. Ni mis padres ni
parientes de aquel entonces en Tucumán.
Nací en Campo Rouges. Mis padres eran cañeros. Todo el mundo era cañero, se vivía de la zafra. Antes y después de la zafra había que cultivar la parcela, criar gallinas. La familia que tenía un caballo con carro para moverse podía sentirse rica. Era muy chico cuando Evita bendijo con su visita al ingenio Santa Rosa. Lo guarde con mis ojitos mientras me acompañen la memoria y la vida. Las dos juntas porque la vida sin memoria no sirve.
Por Estación León Rouges pasaba el provincial de Tucumán que se perdía hacia el sur hasta terminar en estaciones que no conocí.
Mi madre era de La Cocha. Ella cuando se juntó con
mi padre se vino a vivir a Campo Rouges. Hasta La Cocha viajábamos en tren cada
tanto a visitar familia. La gente tenía muchos hijos. Mi madre solo quería dos.
decía que traer más hijos a casa de pobre era hacerlos pasar necesidad. Mi
hermano menor murió a poco de cumplir un año de una enfermedad repentina.
Quizás fue esa desesperación o la tristeza irreparable la que empujo a mis
padres a venirse conmigo a Elías Romero.
El abuelo de mi madre estaba establecido en
este descampado, puro campo, pero sin cañaverales a la vista ni montañas
cercanas. Les mando decir –él no sabía leer ni escribir- que aquí había futuro.
Trabajo asegurado. hospital cercano para atenderse.
No mintió. En Marcos Paz había trabajo. Mi
madre limpiaba casas. Mi padre aprendió el oficio de albañil. Yo tuve una buena
escuela. Había médicos, lugares donde atenderse.
Un día intente escribir en un papel el
recorrido que hicimos los tres hasta llegar hasta aquí. Cambiamos cuatro veces
de tren. El que llegaba desde San Miguel hasta Retiro tenía la vía ancha. Y no
viajamos hasta Elías Romero en el Midland que ya se llamaba Belgrano. Se conoce
que no tenía frecuencias, así que el bisabuelo nos esperó con su jardinera
tirada por la fiel petisa en la estación del Sarmiento.
Crecí. Aprendí el oficio de carpintero.
Trabajé por mi cuenta mientras pude. Hasta el Rodrigazo se podía trabajar en el
oficio de cada cual. El trabajador era un señor, no una pieza descartable.
Voy a evitar relatar como el país acompaño mi recorrido desde carpintero especializado y lustrador de muebles al viejo de más de 70 años que junta latas de aluminio mientras espera una pensión.
La calle de tierra que pasa por la estación
muerta del Midland se llama Discépolo. Ese hombre sí que la vio venir. La vida
fue nomas “Cambalache”.
**
Aquella vez –por el 2001 o 2002- cuando
todavía tenía trabajo vi a un hombre viejo sentado en la vereda de la calle
comercial. Vendía sus libros para poder comer me dijo.
Le compre dos libros que me acompañan en
esta soledad. Los releo seguido: “El
corazón de las tinieblas” de Conrad. Y “Crónicas
Marcianas” de Ray Bradbury.
Los dos libros hablan del triste
mundo de la explotación que alguna vez llegará a Marte y mucho, pero mucho más
allá.
De Hataway
comprendí que la soledad es universal. No es una maldición personal
inexplicable. Por donde vaya el ser humano llevará su soledad o su soledad
acompañada que suele ser aún peor.
Pero no tengo la capacidad del personaje de
Ray para recrear robóticamente a su familia perdida. Así esperó Hataway. Los largos años noche por noche mirando al cielo.
Tengo las herramientas mínimas para que mi
casa de ladrillos asentados en barro no se derrumbe conmigo adentro. Sé que la
condición de pobre incluye no poder reparar lo que no puedas con tus
propias manos.
Por eso quisiera ser el ingenioso Hataway.
Y no “Don Pere” el viejo que hasta ha
perdido su primer nombre y la z final de su apellido.
*De Eduardo Francisco Coiro.
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